Compartir:
La verdad es que no resulta fácil hablar con nuestros hijos adolescentes, sin embargo, eso no nos tiene que llevar a darnos por vencidos. 

Están en la edad que más necesitan hablar, aunque también es el momento vital que más les cuesta hacerlo con los padres. Por eso, seguramente seremos nosotros los que tendremos que esforzarnos más. Vale la pena que lo intentemos porque hay mucho en juego: nada más y nada menos que la educación de nuestros hijos.

Quizá, tras haber evitado los errores más usuales en la comunicación con nuestros hijos adolescentes, deberíamos tener en cuenta que este diálogo tiene unos requisitos propios:

Crear el ambiente propicio y buscar el momento adecuado.

No cuando los padres quieren, sino cuando ellos lo necesitan. No es fácil estipular un momento al día para hablar, porque quizá “tenga que contar algo” en el momento menos oportuno. En ese caso hay que dejarlo todo y atenderle, porque, aunque en ese preciso instante haya cosas muy urgentes, seguro que no hay nada más importante. Si se deja pasar la ocasión, porque “ahora no, que estoy ocupada” o “después me lo cuentas, que tengo trabajo” habrá desaparecido para siempre. Por eso, es decisivo que sepan que cuentan siempre con sus padres, que estamos ahí y que lo estemos realmente.

Serenidad y confianza.

Si la primera vez que un hijo nos hace una confidencia “un poco fuerte”, nos echamos las manos a la cabeza, armamos un escándalo o lo castigamos severamente, probablemente sea la última vez que se sincera con nosotros. Como aquel chico que, tras haber hablado con él, se decidió a decir a sus padres que el fin de semana había fumado marihuana. Cuando su madre oyó que había fumado, comenzó a gritar de tal modo que se quedó sin saber qué había fumado su hijo. La confianza es una virtud recíproca, quien la otorga la recibe a su vez. No es una virtud que se adquiere, sino que se da: la condición de todo diálogo. Si no confiamos en nuestros hijos, si no les damos confianza, aunque nos resulte difícil e incluso nos parezca arriesgado, nos quedaremos sin saber lo que les pasa.

Aceptar sus formas. 

No podemos esperar que todo funcione como una balsa de aceite. La serenidad la tenemos que poner los adultos. Los hijos tendrán probablemente salidas de tono, levantarán la voz o discutirán apasionadamente. Pretender una conversación afable con un hijo o una hija adolescente es no entender su registro. No nos debe afectar que nos dejen con la palabra en la boca o que griten más de la cuenta. Tendemos a dar más importancia a la forma que al contenido, de esa forma malgastamos las energías en discutir sobre formalidades y perdemos una nueva ocasión para educar. Claro que también debemos educar en las formas, pero no lo conseguiremos si las perdemos nosotros.

Dar razones de peso para ellos. 

Mediante el diálogo se razona. No se trata de entablar batallas dialécticas, en las que pierde el que menos grita y no gana nadie, sino de razonar y hacer razonar. Pero eso no se consigue a base de poner sobre la mesa buenas razones desde nuestro punto de vista, sino de presentarles razones que tengan peso para ellos. Puede que para un adolescente “estudiar para llegar a ser algo en la vida” no tenga tanto peso como “estudiar para poder trabajar en lo que le gusta”.

Establecer pactos. 

El “regateo” puede ser una forma de conversación que da mucho juego. Aquí hay que saber ceder en lo superficial, para “ganar” en lo esencial. Quizá merezca la pena cambiar un corte de pelo o un tatuaje por un domingo con la familia. La cuestión es que cuando se pacta, se produce un compromiso y el compromiso une.

Motivación dialogada. 

Por último, hay que aprovechar el diálogo para dar criterios a los hijos. No se trata de hacer de cada conversación un sermón o una reprimenda, que generalmente no sirve para nada, porque el hijo ya está sobre aviso. Los típicos sermones o broncas se parecen a esa tormenta que, como se ve venir, nos da tiempo a refugiarnos o a llevarnos el paraguas: te puedes mojar la primera vez, pero no las sucesivas.

Siguiendo con el símil, las conversaciones con los hijos adolescentes no deberían ser tormentosas sino como un fino “calabobos” que no logra alarmarnos lo suficiente como para buscar un refugio o sacar el paraguas pero que acaba mojándonos. Ese “chirimiri” continuo permite que los padres podamos ir sembrando valores y criterios en nuestros hijos. Se trata en definitiva de estar siempre dispuestos al diálogo, no a echar sermones con motivo de las calificaciones trimestrales, la ropa o la música que escuchan.

En todo momento debemos procurar transmitir optimismo. Quizás es lo que más necesitan en la etapa vital que están viviendo. Si somos unos padres gruñones que sólo sabemos quejarnos por todo, que siempre estamos “rallando” con lo mismo, que somos incapaces de ver lo positivo de sus cosas, seguramente estaremos levantando sin querer un muro que intercepta toda comunicación.

Algunas expresiones que usamos demasiado a menudo como: “Estoy harta de ti”, “eres incapaz de hacerlo”, “aprende de tu hermano”, “me matas a disgustos”… no propician el diálogo, sino todo lo contrario.

Mejor adoptar una actitud optimista y decir cosas como: “Estoy seguro de que eres capaz de hacerlo”, “estoy muy orgullosa de ti”, “noto que cada día eres mejor”, “tú lo lograrás”… Seguro que hablamos más con nuestros hijos porque encuentran en nosotros “unos padres con los que se puede hablar“.

Vía Solo Hijos

Compartir: