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Hay un amor grandioso y verdadero… pero que muchos no lo conocen, o no lo quieren conocer, es el que Dios te ofrece.

Seguramente estarás pensando en el título de este artículo: ¿”el amor verdadero”? ¿No será “el amor”? Pero no: no me he equivocado al escribir, porque el amor no es algo abstracto, no es un concepto, es una persona —bueno, en verdad, es tres personas—. Y, aunque usualmente suelo hablarles desde mi ámbito profesional como ginecóloga experta en reconocimiento de la fertilidad, hoy quiero que este articulo sea más testimonial, como una mujer soltera, como muchas que vivimos en este mundo y en esta época, preguntándose “¿cuándo será mi momento para amar como lo sueño?”.

Debo confesar que ese ha sido un interrogante que continuamente me hacía y le hacía constantemente a Dios, porque sentía que la vida, mi vida, me pasaba por delante, y que nada pasaba. A pesar de crecer en una familia católica, con sus hermosos instantes, pero también importantes heridas, realmente no era feliz. Me sentía en constante espera de que llegara mi momento, y aunque ya había iniciado un proceso de conversión, muchas veces como católicos perdemos el norte de qué es lo fundamental. Todo se había vuelto rutina: la oración, la eucaristía, mi trabajo en el servicio… vida sin sentido.

Pero luego me sentí movida —ahora sé que fue por el Espíritu Santo— a iniciar un proceso de autoconocimiento y de sanación integral, a través de la teología del cuerpo y de la terapia psicológica. Entonces pude descubrir que era imposible que pudiera vivir lo que siempre había soñado sino me había encontrado con El Amor.

Por eso, hoy quiero contarte un poco de mi experiencia, de cómo fue ese descubrimiento, que puede darte luces del proceso en el que vives o simplemente esperanza de saber que no estas sola. Y para ello quiero proponerte tres interrogantes vitales con los que me topé en ciertos momentos de mi vida, y que espero que te sirvan para iniciar o continuar un camino de introspección de la tuya.

 

 

¿Quién soy? ¿Cuál es mi identidad más profunda?

Es la típica pregunta que todo el mundo te dice que te hagas, pero, ¿realmente puedes contestarla? Solemos decir un sinnúmero de títulos académicos y nuestra trayectoria profesional. Pero, ¿a esto se reduce quien somos? ¿A un montón de cartones? Sin desmeritar lo mucho que hemos estudiado, siguiendo nuestras pasiones y vocaciones profesionales, nunca seremos lo que hacemos.

Por ello, puedes dejar de hacer un millón de cosas para sentirte valiosa y simplemente hacerlas porque te dan alegría para darte a los demás, sabiendo que valemos sencillamente porque somos humanos, creados a imagen y semejanza de Dios. No porque Él necesitara compañía o porque se aburrió de repente y decidió crearte, sino porque Él que es el AMOR mismo, quien, en desbordamiento de ese amor, decidió con toda su voluntad, crearte.

Esta realidad cambió mi vida. El Dios del Universo, omnipotente y omnisciente, decidió crearme y me ha amado desde el mismo momento en que aparecí en Su mente. ¿Qué más valía que esta puedo desear? ¿Qué otro reconocimiento puedo querer? ¿Hay algo más maravilloso que eso?

Sí lo hay. Y es esto. Piensa: como causa de nuestro pecado —seguro ya habrás escuchado de la manzana y demás—, realmente el punto es que, en pocas palabras, decidimos que podíamos ser felices y plenos sin Él. Qué gran mentira, que tanto dolor nos ha causado, y lo sigue haciendo cada vez que no lo elegimos a Él. Sin embargo, debemos saber que Dios mismo envió a su hijo Jesús para reparar esa falta infinita, que sólo Él, siendo verdadero Dios y verdadero Hombre, podía resarcir.

A través de la cruz de Jesús, nuestro salvador que ha vencido la muerte, consecuencia del pecado, no solo somos criaturas formadas por amor, sino que somos hijos en el Hijo, hermanos de Jesucristo, los hijos del creador del Universo. Es decir: Dios no es solo el Rey de este mundo, es nuestro Papá. Y llevar esta realidad primordial de la mente al corazón hace que la vida no sea igual, porque Dios no es una entidad lejana que nos ve desde las nubes del cielo, es el papá que buscamos y en el que nos abandonamos con entera confianza.

Dios es mi Padre, y así, vela por mí, protege cada paso que doy, me consuela en la tristeza, me acoge en sus brazos cuando estoy cansada y tiene un plan perfecto de amor para mí. Un plan que, aunque no sea lo que exactamente he planeado, tengo la certeza de que será mucho mejor de lo que imaginé.

 

 

¿Para dónde voy?

Muchas veces nos olvidamos de que este mundo es pasajero, de que nuestra existencia terrenal tendrá un fin y de que sólo una cosa podremos llevar con nosotros: todo el amor que dimos. Encontrar nuestra identidad como hijos de Dios nos hace recordar que hemos brotado de su inmenso amor y que estamos llamados a volver a Él para vivir en plenitud de Amor, desde nuestro ser únicos e irrepetibles, y siendo parte, a la vez, de una comunión de amor y vida con todos aquellos que hayan dicho sí a una vida con Él desde aquí. Esto es el cielo.

¿Dónde estoy?

Cuando la identidad ya está clara —hija muy amada de Dios Padre, redimida por la donación de Dios hijo, mi hermano y salvador, Jesucristo— y la meta final trazada —el cielo—, todo lo demás a nuestro alrededor cobra sentido. Esa necesidad de ser mirada, de ser reconocida, de ser valorada se vio completamente saciada por Él, y mi corazón empezó a anhelar una sola cosa: intimidad profunda con Dios.

Me vi impulsada a hablarle constantemente, es decir, y —aunque no lo crean—, a orar, porque eso es orar. Y bien lo decía Santa Teresa de Jesús: “Oración es tratar de amistad con quien sabemos nos ama”. De esta manera, la oración ya no era costumbre: era hablar con mi Padre, mi amado Salvador, Jesús, y con el Espíritu Santo, mi guía y consejero en cada paso.

Y aquí se hace importante saber que, si queremos que esa relación con Dios sea cada vez más profunda, más verdadera, más fiel por nuestra parte —porque Dios siempre es fiel—, necesitamos permitirle que nos llene de su gracia y que nos sostenga con su amor. Necesitamos abrirle el corazón, porque somos frágiles y nada podemos sin Él.

Entonces me decidí a hacerlo en la Eucaristía frecuente. Y los sacramentos ya no eran rutina, sino un momento de encuentro profundo con Dios. Allí recibo al mismo Cristo, Dios de toda la tierra, que se hace uno conmigo por amor.

Ahora sí estaba preparada para analizar el entorno en me que movía con una mirada distinta y, lanzarme de cabeza a conocer todo lo que podía de nuestro Dios, creador y salvador. Para responder con todo mi ser a ese llamado de amor que todos los seres humanos tenemos, y que había recibido, y que sigue creciendo cada día más en mi corazón.

Cuando conocemos al Amor, la vida pasada y la presente, las heridas del corazón y nuestros pecados recurrentes empiezan a reflexionarse a la luz de Evangelio y con la guía del Espíritu Santo. Él nos mueve a cada instante a ser la voluntad del Padre —como escribir estas letras para ustedes en este momento—. Y buscamos seguir los pasos de Jesús, cumpliendo lo que Él nos ha pedido en cada instante de la existencia: en el transporte, en el trabajo, cuando salimos a comer con nuestros amigos, en casa con nuestra familia…

No lo hacemos porque estos son los 10 mandamientos y hay seguirlos porque sí; no lo hacemos porque seremos castigados si no cumplimos; no lo hacemos porque temamos las posibles consecuencias de no obedecer. Lo hacemos única y exclusivamente porque le amamos.

Y al amarlo a Él y a nuestros hermanos, es decir, a todos aquellos que Él mismo ha puesto en nuestra vida, empezamos a sanar. Nuestro corazón se ensancha y la vida no es una carga, sino la hermosa oportunidad de conocerle más a Aquel que nos amó primero. Es una oportunidad de unir nuestro corazón con el Suyo y de tener la sensación de que el nuestro explota de tanto amor. Así podemos amar como lo hemos soñado, aquí y ahora, en el estado de vida y con la vocación —celibato o matrimonio— que Él ha tejido para nosotros.

 

 

Escrito por: Ana Carolina Rojas Figueroa, Ginecóloga & Obstetra de la Universidad de La Sabana en Bogotá, Colombia, vía amafuerte.com

 

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