Veo mucha apatía por la política en Ecuador, los ciudadanos están cansados de escuchar promesas que no se van a cumplir, pleitos interminables entre gobernantes y legisladores, corrupción en todas las esferas del Estado y desconexión de la realidad por parte de funcionarios públicos que lo último que parece interesarles es el bien común.
La otra noche conversando con amigos, una esposa y madre se mostró no solamente ajena a las propuestas de candidatos sino genuinamente desinteresada en conocerlas, no encontrando relevancia en su vida diaria. También, en una reunión con jóvenes profesionales, donde el tema central era la confluencia de la fe y la política, la Iglesia y el Estado, me sorprendió lo poco que saben las nuevas generaciones sobre temas de actualidad que salen a diario en los medios, ciertamente nada sobre sentencias en las cortes que podrían tener incidencia directa en sus familias. Vale decir que, al conocer de estos temas, su interés despertó, al menos temporalmente.
La reflexión que los invito a hacer hoy es que esa desconexión entre la vida privada del ciudadano y la arena política tiene varias aristas. No sólo explica por qué la apatía, sino que además evidencia que no nos medimos con la misma vara con que medimos a los políticos y funcionarios públicos. Una de las principales excusas para el desdén por la cosa pública es que automáticamente señalamos con el dedo la corrupción como característica intrínseca de los representantes del Estado.
Pero esa característica no es exclusiva del ámbito público, de hecho, donde nace es en lo privado. Recientemente se publicó la estadística de acceso a certámenes deportivos y resulta que 80% de los ecuatorianos lo hace a través de plataformas pirata. Dicen apoyar a la Tri, pero no quieren pagar para ver los partidos al que tiene los derechos de transmisión ni compran la camiseta oficial del que invirtió en el diseño, producción y derechos sobre la misma. Algo parecido sucede con los contenidos de entretenimiento que también se consumen en plataformas ilegales que violan derechos de autor.
Las olas de deportaciones desde EE. UU., que no son diferentes de las que se venían dando en las últimas administraciones, dejan ver también la resistencia que tenemos al concepto de la legalidad y cómo preferimos justificar decisiones contrarias a la ley, bien sea por factores como pobreza, desempleo u otras condiciones precarias. Mientras si se tratara de nosotros en el lugar del afectado, ciertamente no admitiríamos que un extraño entre clandestinamente a nuestro hogar sin permiso, peor aún dejarlo instalarse sin consecuencias.
El tránsito es otra área de la vida colectiva donde medimos esta cultura de deshonestidad, porque teniendo la posibilidad de cumplir la ley en beneficio propio y de nuestros seres queridos, elegimos conscientemente infringirla. Creemos saber mejor que los ingenieros de tránsito cuál es la velocidad adecuada, tanto en zona urbana como en carretera; abusamos de la bocina mientras somos negligentes con las luces direccionales; nos gusta usar el carril de la izquierda -no para rebasar- sino para ir más lento que los demás.
La falta de turnos para sacar o renovar cédula, licencia y pasaporte se ha convertido o es resultado de un gran negocio para tramitadores que, confabulados con funcionarios de las dependencias, los venden en la vereda y también por redes sociales. Pero como en todo acto de corrupción, hacen falta dos. El que compra es tan deshonesto como el que vende. Sin embargo, siempre encontramos excusas en la emergencia, las reservas pagadas, la cita médica o el inicio de clases. Con mucha facilidad surgen los pretextos para doblegar o flagrantemente violar la ley. Pero las corruptas siempre son las personas con poder económico, político o jurídico, ¿no? Nunca los ciudadanos de a pie.
Así, me pregunto si la distancia que ponemos entre nuestra cotidianidad y la política nacional tiene que ver sólo con lo defraudados que nos sentimos con nuestros gobernantes y representantes en la legislatura o quizás también es un mecanismo que esconde nuestras propias falencias. Porque si realmente queremos exigir honestidad, eficiencia y efectividad de personeros públicos, necesariamente tendríamos que mostrarlas en nuestras propias vidas personales, académicas, laborales y sociales.
Más fácil parece quejarnos o ser ajenos a lo que está mal en el mundo allá fuera, que detenernos a identificar y trabajar en lo que está mal en nuestra propia existencia, sobre la que sí tenemos dominio directo. Si cada uno se propusiese corregir un (1) aspecto de su carácter o comportamiento, a eliminar un (1) vicio o debilidad que arrastra, qué diferente sería nuestra historia personal y familiar y tremendo que el impacto colectivo en la sociedad que criticamos pero no ayudamos a reparar.
Pablo Moysam D.
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