Hace unos días, tras felicitar por su cumpleaños, como cada año, a un amigo de la infancia, recibía su mensaje de agradecimiento en el que además de darme las gracias por la felicitación añadía «también por tu cariño, siempre presente».
Tras leer el mensaje me vino a la cabeza la pregunta sobre la cual nos interpela Cicerón: ¿cómo puede haber una vida digna de ser vivida (…) que no se cimente en el mutuo afecto del amigo?
¿Qué nos hace amigos? Desde luego una atracción que va más allá de lo intelectual, una atracción espiritual, que hace que, como en un espejo, podamos reconocernos en el otro, tal cual somos, virtudes y defectos, porque frente al verdadero amigo nos mostramos como realmente somos, sin ningún fingimiento, sabiendo que ni nos juzgará, ni aprovechará en su beneficio nuestra debilidad.
Pensando la amistad desde la filosofía, la amistad está relacionada desde antiguo con la eticidad. En el diálogo Lisis, también llamado Sobre la amistad, Sócrates afirma que la amistad descansa en el amor y se regula por la virtud. También Aristóteles, que dedica al estudio de la amistad los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco, define la amistad como «virtud fundamental que se expresa en la benevolencia recíproca consciente entre dos seres humanos». Considera que la amistad, además de necesaria, es bella, y su manifestación más perfecta se da entre hombres buenos y virtuosos, siendo los hombres justos los más capaces de amistad.
Frente al verdadero amigo nos mostramos como realmente somos, sin ningún fingimiento, sabiendo que ni nos juzgará, ni aprovechará en su beneficio nuestra debilidad
Como escribe Leonardo Polo en Sobre la amistad en Aristóteles: «La esencia de la amistad reside en el compartir, en el conversar y en el compenetrarse. En ella el hombre se encuentra en la misma relación respecto al amigo que consigo mismo».
No comparto, sin embargo, con el estagirita la idea de que el amigo es «otro yo», pues el amigo es un ser único, diferente al resto, diferente a mí, y cuya realización personal puede y de hecho sigue su propio camino, que el verdadero amigo le alienta a emprender y puede no compartir.
La amistad se forja en la confianza que se crea a partir de la atracción mutua entre dos personas, atracción espiritual, que no física o sexual, despojada de cualquier intención o propósito utilitario, despojada de cualquier egoísmo –por eso el amigo no es «otro yo»–.
La amistad no se busca para conseguir ningún beneficio sino por el mero placer de crear y forjar un vínculo afectivo que no tiene parangón con ningún otro. Lo explica muy bien Montaigne: «El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad; por lo general, todas las simpatías que el amor, el interés y la necesidad privada o pública forjan y sostienen son tanto menos generosas, cuanto se unen a ellas otros fines distintos de la amistad, considerada en si misma»; por eso la amistad no tiene otro fin que la propia amistad.
La amistad no se busca para conseguir ningún beneficio sino por el mero placer de crear y forjar un vínculo afectivo que no tiene parangón con ningún otro
La amistad se forja más fácilmente en la inocencia de la infancia o en las experiencias compartidas de la primera juventud, donde nada se finge y la vida por delante es una aventura a compartir; más tarde, en la madurez y en la vejez, el polvo del camino que se nos pega, la desconfianza, la imagen un tanto impostada que nos hemos construido, dificulta el nacimiento de una verdadera amistad, aunque no lo imposibilita, si una vez intuido que el otro puede ser parte de nuestra terna de amigos procuramos crear alrededor de esa relación las condiciones para que la amistad verdadera vea la luz y vaya acrecentándose. Siempre, claro está, que encontremos en el otro la complicidad necesaria.
Quienes mejor describen la amistad y su significado son aquellos escritores que la han vivido y disfrutado. Es el caso de Cicerón que, en El Lelio o sobre la amistad, describe el ideal de la amistad, a partir de su propia experiencia vital y el modelo de amistad de Lelio y Escipión.
Cicerón escribe sobre la amistad verdadera y perfecta, para distinguirla de otra llamada «la vulgar o la mediocre» (quizás la que designamos como amistad en el lenguaje común o coloquial). La primera, sobre la que diserta, es aquella que se acrecienta con el trato frecuente, las conversaciones, los mutuos consejos, los consuelos y algunas veces también las reprensiones; es aquella en que «no debe haber nada fingido, nada simulado», aquella que «hace más espléndidas las situaciones favorables, y por otra, más leves las adversas, compartiéndolas y haciéndolas comunes».
Pensar y escribir sobre la amistad no fue algo exclusivo de los filósofos de la Antigüedad: no solo Montaigne, Kant, Bacon, Nietsche y tantos otros escribieron sobre ella, también escritores contemporáneos como Murakami reflexionan hoy sobre la amistad. «Solo en contadísimas ocasiones –escribe el escritor japonés en Sauce ciego, mujer dormida– encontramos a alguien a quien podamos transmitir nuestro estado de ánimo con exactitud, alguien con quien podamos comunicarnos a la perfección. Es casi un milagro, o una suerte inesperada, hallar a esa persona. Seguro que muchos mueren sin haberla encontrado jamás. Y, probablemente, no tenga relación alguna con lo que se suele entender por amor. Yo diría que se trata, más bien, de un estado de entendimiento mutuo cercano a la empatía».
Leyendo este verano sobre la amistad y reflexionando sobre mi propia experiencia, no pude dejar de recordar a esos amigos ya ausentes, muy especialmente a uno de ellos fallecido tras una larga enfermedad. La llamada temprana de su hermana comunicándome su esperado fallecimiento. La llamada que días después hice a un amigo común para compartir el dolor por la ausencia. El llanto, sereno, largo y desconsolado, que me impidió hablar al recordar al amigo ausente. El recuerdo del pasaje del evangelista San Juan mencionando –la única vez que se recoge en los textos evangélicos– el llanto de Jesús tras recibir la noticia de la muerte de su amigo, Lázaro. Desde entonces procuro cultivar las escasas relaciones de amistad íntima que mantengo, e intentar sembrar el terreno para que crezcan aquellas otras que intuyo, relaciones que, con el paso del tiempo y de las circunstancias de la vida, uno valora cada vez más, quizás porque, como dice el refrán, un amigo es un tesoro.
via etichs.es