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Una hamaca de mocora de forma artesanal cuesta unos 150 dólares y su proceso de elaboración dura hasta tres meses.

Ubicada en las habitaciones principales y hasta en las salas familiares, en nuestras casas porteñas siempre estuvo la hamaca de mocora, tal como la describen los cronistas viajeros de otros siglos, haciendo referencia al modo gracioso en que las guayaquileñas solían darse impulso con un pié para mecerse mientras conversaban amenamente con sus visitantes, quienes, maravillados de este elemento propio de América tropical y de esta parte del continente, no tardaban en descubrir sus encantos para una siesta corta o para el preámbulo de un romance juvenil.

Descubierta por los navegantes que la incorporaron a sus embarcaciones donde significó la solución al antiguo problema de procurar seguridad a la marinería, que hasta entonces dormía sobre jergones en el suelo o en cajones de madera semejantes a ataúdes sin tapa, la hamaca de red, tal como la utilizaban los aborígenes del Caribe desde épocas remotas, viajó por medio mundo, hasta que la navegación contó con camarotes de descanso para la tripulación.

Pero la hamaca a la que yo quiero referirme no es la red de pesca colgada por dos extremos, que siguen utilizando los pueblos de navegantes y pescadores asentados a la orilla del mar, quienes en su identidad cultural conservan el uso de este tradicional objeto, sino a la que desde nuestra ya lejana infancia nos acostumbramos a disfrutar para los juegos infantiles y el descanso en cada casa.

Se trata de la hamaca de mocora, finísima fibra vegetal producida por una gramínea de crecimiento espontáneo en las montañas del Litoral, que desde tiempo inmemorial las mujeres de algunas poblaciones de la zona montubia, aprendieron a procesar y convertir en delicada materia prima tejida con suprema habilidad desde los tiempos prehispánico, artesanía lamentablemente en vías de extinción, tanto por la escasez de proveedores del material que se bajaba de las montañas, como por la desaparición natural de las magas tejedoras que a la sombra del atardecer torcían y tejían la delicada paja seca en Isidro Ayora, Lomas de Sargentillo y Pedro Carbo, para convertirla en finísimos petates de seda que se colocaban como protectores en las cunas de los recién nacidos, sombreros y pavas campesinas para protegerse del sol y del rudo trabajo en los sembríos, abanicos para soplar el fogón y comodísimas hamacas de dos y tres “brazas”, medidas que sólo ellas utilizaban en la confección de esas preciadas y decorativas piezas.

 

 

El cambio de mi hamaca

Hace poco menos de un mes y para reemplazar mi anciana y apreciada hamaca, casi deshecha por el uso y el tiempo, salí a buscar su reemplazo por todos los lugares donde solían vender hamacas de mocora en la ciudad y solamente encontré hamacas fabricadas industrialmente con telas de vivos colores. Y unas cuantas de rústico trenzado hecho con paja toquilla, fibra sin rival en el tejido manual del sombrero fino, pero nada que ver con la mocora de una hamaca tradicional.

Por eso en viaje familiar fui un domingo a la parroquia Isidro Ayora. En el lugar funciona un solo negocio dedicado a venta de hamacas de toda clase, menos hamacas de mocora, porque del notable grupo de tejedoras de aquel lugar, sólo quedan dos depositarias de esos secretos ancestrales y a ellas encargué la hamaca nueva que ahora tengo y de la cual disfruto pensando en la necesidad de salvar un elemento que siendo parte de nuestra identidad costeña, en aras del progreso y de la moda lo hemos despreciado como tantas otras manifestaciones culturales que se pierden.

 

 

Escrito por: Jenny Estrada R., periodista, historiadora y escritora.

 

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