Desde el concepto de la libertad en su máxima expresión hasta la búsqueda de la identidad, pasando por la crítica social, el ‘Quijote’, la máxima obra de Cervantes, tiene ideas tan vigentes ahora como en 1605.
Si viajáramos en el tiempo al paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares en 1981, cuando Octavio Paz recibió el Premio Cervantes, escucharíamos una de las sentencias que mejor definen a la que está considerada como «la máxima obra literaria en castellano», es decir, El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha: «Con Cervantes comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad. Y comienza con una sonrisa, no de placer, sino de sabiduría». El discurso del escritor mexicano, como muchos de los laureados con ese ilustre galardón, enaltecía precisamente a una de las virtudes que más se le atribuyen a la obra: la libertad.
Desde 1605, cuando se publicó por primera vez el Quijote, las novelas de caballería quedaron obsoletas porque, a partir de entonces, Miguel de Cervantes Saavedra abrió una nueva puerta literaria, un nuevo mundo narrativo. Había jugado abierta y cínicamente con la frágil línea que divide la realidad de la ficción, además de haber creado la primera novela moderna. Esta es otra de las virtudes que también se le atribuyen a la pieza, pero no la única.
Esta insigne obra cervantina lleva al lector a cuestionarse seriamente los límites de la locura y de la fantasía, así como de la cordura, gracias a la profundidad existencial que subyace a lo largo de la lectura. Además, invita también al cuestionamiento sobre la propia identidad y el poder de la voluntad.
La historia comienza cuando Alonso Quijano (conocido como «el bueno»), obsesionado con las novelas caballerescas de la época, decide cambiar su nombre por el de Don Quijote, lo que le llevará a la imposibilidad de distinguir entre la fantasía de sus lecturas y su propia realidad. A partir de entonces comienza un largo recorrido de andanzas junto a su fiel escudero, Sancho Panza.
Cada uno de esos andares, contados con una prosa magistral que le valió a Cervantes ser considerado como «el príncipe de los ingenios», encierra importantes reflexiones que llevan a esta pieza literaria a ser igual de vigente hoy como cuando fue publicada por primera vez hace casi 420 años.
El idealismo frente al pragmatismo
Si hay una figura en la literatura universal que encarna el idealismo en el estado más puro es Don Quijote. Sin embargo, su contraparte, el equilibrio a esa descabellada manera de contemplar el mundo, es Sancho: el personaje realista que le advierte a Don Quijote de las realidades más obvias, además de ser el gran refranero de la novela. Uno de los momentos icónicos del libro es cuando ambos miran a lo lejos aquellos molinos que al protagonista le parecían ser unos gigantes a vencer. «¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza. Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas».
La relación entre ambos es precisamente esa, la del idealismo versus el pragmatismo. No en pocas ocasiones el protagonista evade las recomendaciones, o alertas, de su escudero. Especialmente, cuando ambos discuten sobre la naturaleza y el carácter inherentes a un caballero: Don Quijote enaltece e idealiza todo aquello referente a la generosidad y la valentía, mientras que Sancho le sugiere mesura y una mayor capacidad para atender a lo evidente.
La crítica social
Otro de los pilares de la obra es la importante crítica social a la España de entonces que realiza Cervantes.
«Pues no han de ser todos caballeros, ni todos monjes: en el mundo hay de todo, y menester es que haya de todo, y que todos nosotros seamos de todo». Esta cita refleja la rigidez de las estructuras sociales de la época. La voz de Don Quijote muestra que en aquellos tiempos ya había un descontento importante debido a las formas herméticas que regían las relaciones con la Iglesia o con la monarquía.
Por otra parte, la creación de personajes no estereotipados dio vida a la primera novela moderna: una obra en la que la aparente locura del protagonista no era más que una vía para criticar la división de clases, los formalismos de la nobleza, y la opresión social, así como la libertad de imaginar.
La aparente locura del protagonista no era más que una vía para criticar la división de clases y la opresión social
La dualidad entre la realidad y la ficción
Toda la obra (y cada uno de los personajes) es una oda a la dualidad entre la realidad y la ficción. Quizá el momento que mejor lo ejemplifica es cuando Don Quijote ve en unos treinta o cuarenta molinos a grandes gigantes con los que necesita luchar y a los que debe «quitarles la vida». También confunde a rebaños de carneros y ovejas con ejércitos, o a posadas con castillos.
Y es que él mismo es la personificación de esa dualidad: un buen tipo, obsesionado con la lectura de caballeros, que acaba «enloqueciendo» y viéndose a sí mismo como un hidalgo. Otro ejemplo es Rocinante, su corcel, que en realidad no era más que un caballo viejo convertido en «piel y huesos», pero que él veía con «mejor montura» que los famosos caballos Babieca y Bucéfalo, del Cid y Alejandro Magno respectivamente.
La conversión de Quijano a Don Quijote es la lucha entre quién es él y quién quiere ser
La búsqueda de la identidad
La conversión de Quijano a Don Quijote representa la lucha interna que muchas personas llevan o han llevado dentro. Dicho de otro modo, es la lucha entre quién es él y quién quiere ser.
Los aparentes desvaríos del personaje llevan al lector a creer que se trata de un hombre que ha enloquecido por su fascinación literaria, pero es mucho más que eso. Don Quijote presenta a un hombre que deja grandes lecciones más allá de la comicidad de sus excentricidades, como aprender a vivir la vida con pasión, además de, como le remarca constantemente a Sancho Panza, confiar en uno mismo sin infravalorarse por la opinión del resto.
El poder de la voluntad
Tanto Alonso Quijano como Don Quijote son dos personajes que, de alguna manera, se mostraban inconformistas ante el mundo que les rodeaba.
«Bien podrán los encantadores quitarme la ventura; pero el esfuerzo y el ánimo, será imposible», afirma, lo que refleja precisamente el poder de la voluntad y de la fidelidad hacia los propios ideales al margen de las voces que dicen lo contrario.
Para el Quijote, la línea que dividía la vida de ensoñación con la realidad era meramente simbólica, porque, ante todo, su voluntad era su motor vital.