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Toda prueba desde la más pequeña a la más grande tiene su recompensa, por ello lo demás carece de importancia: Dios tiene el control.

El otro día, rezando el rosario en familia al caer la tarde, mientras la dorada luz vespertina se iba apagando y escuchaba a mis hijos dirigir los misterios, vislumbré cómo será el cielo y me di cuenta de lo bien que hace Dios las cosas. ¿También la epidemia y la cuarentena y el Papa que ha dicho no sé qué o el obispo que ha dicho no sé cuántos? También.

Todo sucede para bien de los que aman a Dios. Y ese todo incluye también los desastres naturales, las epidemias, el desempleo, las crisis económicas, las torpezas de unos y de otros e incluso los pecados que se sufren. A pesar de la histeria de los periodistas, hambrientos de basura y sensacionalismo, y de los aires de importancia de los políticos, las riendas de la historia sigue llevándolas Jesucristo. Se rebelan los reyes de la tierra, y, unidos, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías. El que habita en el cielo sonríe; el Señor se burla de ellos.

 

 

Algo que me ha sorprendido

Quizá una de las cosas que más me han sorprendido de este tiempo de cuarentena es lo poco que se ha hablado del cielo entre los cristianos. Antiguamente, la Iglesia era muy consciente de que las muertes, catástrofes y epidemias eran una ocasión especial para volver la vista al cielo y recordar que la vida en este mundo es solo una noche en una mala posada, como decía Santa Teresa. Somos ciudadanos del cielo.

En cambio, parece que los cristianos de hoy tenemos en general una mirada chata y terrena. Apenas nos diferenciamos de los que no lo son. A juzgar por los medios sociales, lo que más nos interesa es darle vueltas con indignación a lo que hace bien o mal (generalmente mal) el gobierno, lo que hacen bien o mal (generalmente mal) los obispos o lo que hacen bien o mal (de todo hay) nuestros vecinos.

Ciertamente, la crítica y el discernimiento son legítimos y en muchas ocasiones necesarios, pero no puedo evitar pensar que nuestras críticas serían muy diferentes, más tranquilas, acertadas y sobre todo esperanzadas, si tuviéramos la mirada puesta en el cielo, que es donde debe estar. Ojalá nuestros gobiernos, obispos y vecinos actúen bien o, al menos, con un mínimo de sensatez, pero si no lo hacen, no perderemos la paz de saber que tenemos un reino preparado para nosotros desde la fundación del mundo.

 

 

Estar en gracia de Dios

Algo similar podría decirse sobre los que hayan muerto o vayan a morir como consecuencia del virus, de la cuarentena o de cualquier otra cosa. Es bueno cuidarse y las autoridades tienen el deber de hacer lo posible por luchar contra las enfermedades, evitando la negligencia y la corrupción, pero lo crucial no es la salud del cuerpo, sino la del alma. ¿Qué más da morirse por coronavirus este año o el que viene por un infarto o un cáncer? Al lado de la eternidad del cielo, eso da igual.

Lo fundamental es estar en gracia de Dios y preparado para la muerte, venga cuando venga. Si vivimos en manos de Dios, en medio de cualquier desastre o peligro podremos decir, con sosiego: si vivimos, vivimos para el Señor y, si morimos, morimos para el Señor. Ya vivamos, ya muramos, del Señor somos.

 

 

Lo que realmente importa

La mayoría de las preocupaciones terrenas pierden su urgencia cuando se tiene en cuenta que somos extranjeros y peregrinos sobre la tierra, como decía el Salmista. Si nos lo creemos de una vez, dejaremos de ser como los paganos y se cumplirá en nosotros la profecía de Isaías: tendrán gran paz tus hijos. Que es justo lo que le falta al mundo, mucho más que vacunas o bonanzas económicas: la verdadera paz que solo Dios puede dar. Al final, cuando llegue la hora de hacer cuentas y balances, lo que importará de este tiempo es si ha sido un tiempo de santidad o no. Lo demás carece de importancia.

 

 

Escrito por: Bruno M., vía Info Católica.

 

 

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