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A lo largo de nuestras vidas es probable que muchas de las personas cercanas a nosotros nos hieran sin saberlo.

Para ser personas necesitamos entrar en relación con los demás; aprendemos quiénes somos por la mirada de los que nos rodean, también aprendemos que somos valiosos: nos hacemos conscientes de nuestra amabilidad.

En este proceso de saber quién eres, con el que vas haciéndote consciente de tu identidad, puede darse una dificultad si las personas más cercanas no te miran de esta forma amorosa, no te transmiten que eres valiosa, digna de ser amada por ti misma.

Esta carencia te provocará inseguridad: creerás que no eres valiosa, porque no has experimentado que los demás te consideren así.

 

 

Todos tenemos heridas, en mayor o menor medida

Aunque hayamos vivido en un ambiente de amor, alguna vez hemos vivido situaciones que habríamos preferido que no ocurrieran o que fueran de otra manera.

Incluso si nuestros padres nos han querido de verdad, cada uno tenemos necesidad de ser amados de una forma y los demás no siempre aciertan.

Esto puede comprobarse con los hermanos: las mismas situaciones, unos las han podido vivir con alegría y otros con tristeza o temor. Depende de las circunstancias de cada uno y del momento que esté viviendo.

Si llegas a tener un encuentro con el Señor, te darás cuenta de lo valiosa y amada que eres. También a través de encuentros con distintas personas que te hagan ver lo que tal vez tus figuras de referencia no supieron ver o no pudieron transmitirte.

Por ejemplo, tal vez tus padres te han querido mucho y te han considerado siempre un tesoro. Pero por carácter, forma de ser, dificultades emocionales o psicológicas, no han sabido transmitírtelo de una forma que pudieras entender y hacerte consciente de tu valor.

¿Cómo superar esto?

Esas heridas o carencias producidas en las relaciones con quienes no pretendían hacernos daño, se pueden sanar.

Aunque es cierto que, probablemente, te producirán sentimientos de distintos tipos hacia las personas que te han tratado de una forma que habrías preferido que fuera diferente:

  • Reproche: «no estabas ahí cuando te necesité»
  • Enfado: «no me valoraste esto que hice»
  • Bajón: «siento que no te he importado»

No es difícil experimentar esos sentimientos que nos lleven a la culpabilidad: podemos entender racionalmente que no tenían intención de hacernos daño, pero esa comprensión racional no elimina el sentimiento de dolor.

 

 

¿Qué hacemos con los sentimientos?

No hay que sentirse culpable ante esos sentimientos, que son normales. Aquí lo importante es qué hacemos con ellos.

Podemos instalarnos en la queja: mi padre me ignoraba; mi madre no fue cariñosa; mi abuela me decía siempre lo que hacía mal y no lo que hacía bien…

O podemos cambiar la manera en la que lo vivimos, hacernos dueños de nuestras emociones en lugar de dejar que ellas guíen nuestra vida.

Sanar lo que ha sido difícil en nuestras relaciones pasa por descubrir las emociones negativas que nos producen, expresarlas (no taparlas) y llegar a perdonar.

Por ejemplo: me hago consciente de que siento rencor hacia mi abuela y, cuando siento esta emoción, no intento pensar que eso está mal, que a las abuelas hay que quererlas mucho, sino que me fijo en lo que estoy sintiendo.

Busco el origen de ese rencor: me regañaba injustamente. Y ahora puedo quedarme ahí, pues claro, siento rencor porque se portó mal conmigo; pero así no saldré de ese rencor.

Por otro lado, puedo decidir afrontar esa emoción y perdonar: si pienso en las circunstancias de la vida de mi abuela probablemente encontraré razones que me ayuden a ver que su comportamiento venía de sus propias heridas, de su personalidad…

Entender la historia del otro

Entender que los que nos rodean hicieron lo que pudieron o supieron es parte del proceso de madurar. Perdonar sus errores o aquello que nos hizo daño es liberador.

Ese perdón puede darse sin expresarlo abiertamente: «He visto la vida de mi abuela, su deseo de que pudiéramos tener una vida mejor que la suya, que se quedó viuda tan pronto. Tuvo que ser muy difícil para ella esa soledad, sacar adelante a sus hijos, el cansancio, desgaste… ahora entiendo mejor que fuera tan áspera».

Y, desde el fondo del corazón, le perdono lo que me hizo daño. De esta manera, ya no será el rencor la emoción predominante en mi relación con mi abuela: al salir del bucle del rencor, me abro a nuevas emociones en esa relación.

Es posible que haya momentos en los que el dolor y el reproche vuelvan; pero no será el único sentimiento que experimentaré hacia ella. Y eso es liberador.

No podemos cambiar lo que hemos vivido; pero sí la respuesta ante esas situaciones. Y, cuando te haces dueño de tus reacciones, eres libre.

 

 

Escrito por: María Álvarez de las Asturias, vía Aleteia.

 

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