Pertenezco a una generación que tiene miedo a la vida. Que cree que nunca es la hora de formar una familia y temen tener un hijo.
Pertenezco a una generación que tiene miedo a la vida. Que cree que nunca es la hora de formar una familia. Que tiene sed de libertad y que adora tener el control. Tener un hijo es perder todo eso, para ganar, al momento siguiente, el universo entero.
Soy hijo de una generación que tiene miedo a la vida. Que aprendió que el control y la libertad deben estar presentes cada día. Que la felicidad es una gran carrera y que la mayor conquista es una cuenta bancaria abarrotada de cifras.
También soy hijo de una generación que escuchó de sus padres, desde el primer día, que la juventud era para estudiar; que los hijos acababan con el orden de las cosas y que debían ser planeados cuando hubiese estabilidad.
Soy parte de esa generación que está cometiendo un error enorme.
Encontré a la mujer de mi vida a los casi veinte y tuve un hijo antes de los treinta. Lo que sería algo normal para nuestros padres y abuelos, hoy se ha convertido en una excepción. He perdido la cuenta de las veces que me han dicho:“¡Qué pronto fuiste padre!”. ¿Pronto? Creo, de verdad, que estamos perdiendo el compás de las cosas. Nunca fuimos tan libres, pero, al mismo tiempo, nunca hemos estado tan perdidos.
Así empezó todo
“Creo que es hora de tener un hijo”. Boom. Esa frase cayó como una bomba en mi cabeza. Por primera vez mi esposa había sustituido el verbo pensar por el tener. O sea, ya era el momento. No tenía cómo escapar. Estábamos juntos desde hacía poco más de siete años y las cosas iban muy bien. Me acuerdo de ese día como si fuera hoy, junto a la playa.
“No, todo bien. Lo veremos”. Esa es la respuesta que cualquier hombre da cuando no quiere tratar determinado asunto. “Lo veremos” es como una vía de escape frente a una decisión que parece inmediata. Esas palabras en ese momento me pusieron un nudo en el estómago.
Yo no estaba preparado para aquello. Era bastante descuidado, bebía bastante, me gustaba pasar la noche con los amigos en el bar. Nos encantaban los restaurantes, viajar y todo lo que un joven matrimonio cree importante. Un hijo acabaría con toda ese aura de libertad y de que el mundo era nuestro, a los veintitantos años.
Como muchos, podríamos pensar en ello a los treinta y tantos… hoy mucha gente espera a los cuarenta. Mi idea era esa. Pero cuando la mujer quiere algo, lo consigue. Poco tiempo después ya estaba convencido de que teníamos que dar el paso al lado oscuro.
¿Seré padre?
La primera vez que vi a mi hijo fue una cosa muy rara. Estábamos en el ultrasonido cuando el médico dijo: “¡Aquí está!”. La madre ya empezó a llorar. Yo, el padre, no entendí nada. Era sólo un puntito.
En ese momento me sentía igual que siempre, todo era muy abstracto y yo no me sentía padre. El tiempo pasaba y las cosas no encajaban en mi cabeza. Sabía que sería padre, pero no me veía así. Cuando me felicitaban los amigos y familiares, me preguntaba si era normal sentirse tan ajeno a todo… yo estaba totalmente anestesiado.
Los meses pasaban y la barriga crecía. Mi esposa hablaba con Mateo desde el principio, ¡y él ahora empezaba a responder! A cada pequeño movimiento, ella reía. Yo no lograba sentirme parte de ello. La primera vez que realmente sentí una patada, me llevé un susto. Fue mi primer contacto con aquella forma de vida. ¡Y era vida!
A las cuarenta semanas, una noche mi mujer me despertó: «Creo que ya va a nacer». ¡Rayos! Ahora mi estómago se salía por la boca. ¿Va a nacer ya? ¿Ahora mismo? A las 7 fuimos al hospital. Mi esposa que hasta entonces estaba tranquila, al empezar los dolores de las contracciones empezó a estar alterada y violenta. Llegamos a la sala de parto y durante cinco horas reviví en primera persona todo lo que había visto en los DVD sobre partos. Estaba en estado zombi.
El momento del nacimiento fue como un maratón de largos minutos, mucho dolor y una gran sensación de inseguridad. Estar en el lugar del padre no es fácil.
Lo importante empieza a partir de aquí
Todo lo que he escrito hasta ahora fue sólo para ambientar y preparar para lo que viene a continuación. Olvida todo lo que dije sobre no verme como padre, mis dudas, no sentirme parte… todo eso terminó en el momento en que vi a mi hijo. Hasta entonces había sido sólo de mi esposa, ahora lo tenía yo en brazos.
No sé cómo describirlo. Es algo físico. Te inunda un tsunami de cosas que nunca habías sentido. Todo alrededor desapareció. Sólo lograba mirar esa cosita en mis brazos y pensar: “No merezco esto, no merezco esto”.
Y sucede algo mágico…
Percibes la muerte de tu individualidad. En esa hora, tu yo muere para dar lugar a algo muchísimo mayor. Cuando vuelves a casa, todo es diferente. El carrito, las ropas, la bañera… todo eso que antes era abstracto empieza a encajar y a tener sentido en mi cabeza.
Consejos para no tener miedo de tener un hijo
Te dejo a continuación algunos motivos para que tu, joven, comprometido, si estás pensando en tener un hijo, abandones tus miedos y empieces a vivir el momento más fantástico de tu vida. Son estas cinco:
Por fin comprendes lo que es la vida
No, no tienes ni idea de lo que es la vida antes de tener un hijo. Tal vez te crees muy organizado o responsable, porque siempre sacaste buenas notas y tienes un buen empleo, pero la sensación de caer en un oscuro precipicio sólo pasa cuando tienes un hijo. Es en ese momento cuando te das cuenta de que ya no controlas tu vida. Que no eres el centro de atención y que no controlas la acción y reacción de las cosas. Que hay algo que te atormenta mucho más que la muerte.
Pasas a entender a tus padres, a sentir lo que ellos y justificar sus actitudes. Todo es por amor. Todo es para silenciar esa sensación que mi suegra llama “amor que duele”. Y duele.
Te conviertes en un superhéroe
Empiezas a descubrir superpoderes que no conocías, como la capacidad de sacar la risa más fantástica de esa criaturita que tanto quieres. Empiezas a preocuparte por tu salud, dejas de fumar e intentas hacer más ejercicio. Si tu calidad de vida nunca había sido un problema, ahora sí lo es. Enfermar y descuidarse desaparecen de tu diccionario. Ahora hay algo más importante que cuidar.
Aprendes todos los días
Aprendes que puedes dormir sólo unas horas y que está bien. Redefines el significado de «cansancio». Descubres una paciencia que no existía y te das cuenta de lo pequeño y vulnerable que eres. Que el gigante es él.
Aprendes a hacerte más fuerte, al ver ese cuerpecito, desgarbado y blandito, luchando para alimentarse; para levantar la cabeza; para darse la vuelta. Comprendes un amor que no sabías que existía y te das cuenta de que los límites que existían antes – y que considerabas un gran reto – hoy son juegos de niños. Te conviertes en un adulto infinitamente mejor.
Te enriqueces
Olvida esa idea de que los hijos son dinero, gastos y cuentas. Que para tener uno necesitas ser millonario o ganar un buen sueldo. El hijo te enriquece. Se te olvida esa época en la que sólo te importaba el próximo estreno de cine o la última fiesta, y pasas a tener que trabajar.
Empiezas a pensar en un trabajo mejor y en invertir en el futuro. Al principio asusta y necesitas unos años para asimilar esa inseguridad. Empiezas a gastar más, es verdad, pero también a gastar mejor. El hijo acaba siendo la mejor inversión que hiciste en la vida.
Necesitas – ¡pronto! – tener más de uno
Te das cuenta de una de las cosas más grandes de la vida: que ese hijo no sólo volvió tu vida mejor, sino que te convirtió en un ser humano mejor. Que la vida empieza a tener más sentido y que esa ola de emoción, de cosas buenas y malas, sirven para añadir colores y sabores a una vida gris. Te encuentras ante un hecho inexplicable: ante ti hay alguien que te ama como tu amas a tu padre.
El tiempo pasa y esos piececitos crecen y se alargan. Esa carcajada de bebé al hacerle cosquillas en la barriga va pasando y duermes la noche entera. Ya no necesita estar tanto en brazos ni dormir a tu lado, y… empiezas a esperar ese momento en que tu mujer se volverá y te dirá: «Creo que es el momento de tener un hijo».
Fuente: O Indigesto, vía Aleteia.
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