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Son incontables los filósofos, teólogos y santos que han escrito sobre el tema. Podríamos empapelar el mundo hablando de la oración. 

Lejos de intentar desarrollar aquí un tratado docente o pedagógico del asunto; lo que quiero contarles hoy es algo más personal, una parte de mi propia vida que ha girado en torno a la oración (no exclusivamente mía).

Si existe una lectura del evangelio con la que me puedo identificar absolutamente. Es el capítulo 2 de San Marcos, cuando nos habla de un paralítico al que llevan en camilla entre cuatro amigos con el único objetivo de ponerlo frente a Jesús. Leemos en la historia que había tanta gente en la casa que ni siquiera quedaba sitio frente a la puerta. Pero estos amigos no pensaron “bueno, volveremos en un tiempo mas oportuno” o “esperemos afuera a ver si Jesús sale al encuentro”. Nada de esto, ellos estaban empeñados en lograr su cometido. Con suspicacia y gran voluntad, “al no poder presentárselo a causa de la multitud, abrieron el techo encima de donde él estaba y, a través de la abertura que hicieron, descolgaron la camilla donde yacía el paralítico.”

¿Quién es el que consigue mover el corazón de Jesús?

El paralítico no hizo mas que dejar hacer. Al Señor lo mueve ver la fe de estos hombres, el cariño que le tienen a su amigo. “Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Con esto el Señor le había liberado del mayor de sus males, del dolor que más le pesaba; de todas esas cosas bajas y poco nobles que el pobre inválido no se atrevería ni a comentar. Muchos de los ahí presentes, con pocas luces y malas intenciones pensaban para sí: “¿Quién es este? Solo Dios puede perdonar los pecados.

Sus disposiciones internas no les permitían ver el gran milagro que se estaba realizando en el alma de aquel hombre… Jesús les reprende: “¿Qué es más fácil, decir: Tus pecados te son perdonados, o levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico. A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.»

Detrás de las historias

Esta es la oración y así se obran los milagros. Muchas veces pedimos algo muy concreto y vemos que Dios no nos responde como teníamos previsto. Este es el momento para pedir al Señor luces que nos ayuden a ver; como el telescopio con el que alcanzamos a ver las estrellas y los planetas que están a millones de kilómetros de distancia. Lo que estamos recibiendo en ese momento va mucho más allá de nuestra más loca imaginación. Es más grande, más importante. Es algo que supera nuestra propia capacidad de pedir…

Lo primero que se logra en la oración es estar más cerca de Dios. Y no de cualquier dios; sino  de un Hombre de carne y hueso que es tan Dios como Hombre, que siente como yo y se duele con las mismas cosas que me afligen. Alguien que con el trato diario puede llegar a ser mi Amigo; un Dios que no se sirve de sus criaturas sino que viene a servir. ¿Puede existir algo más loco y mas grande que esto?

Un paso más hacia Dios

Y el paralítico se levantó –continua el evangelio- “y al instante, tomando su camilla, salió a la vista de todos, de modo que quedaban todos asombrados y glorificaban a Dios, diciendo: Jamás vimos cosa parecida.” Esta es la oración que nos aconseja el Papa Francisco cuando apunta que hemos de ser insistentes y perseverar en la oración.

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“La oración –asegura el Papa- no es una ‘varita mágica’ para resolver problemas, sino un modo de acercarnos a Dios.” Y nos anima a que seamos insistentes, así como en la parábola de la viuda cuando ruega al juez que le haga justicia, o los amigos del paralitico que no se satisfacen con las circunstancias negativas y la muchedumbre que encuentran en su camino. ”Con Dios hay que hacer lo mismo; ser insistentes y perseverar en la oración, porque El nos escucha siempre.”

Este es mi evangelio: La paralítica soy yo hace casi seis años cuando me ingresaban a Stanford Hospital para esperar por un donante de corazón, pulmones y riñón. Los camilleros son mi gran familia y los miles de amigos –conocidos y por conocer– que de rodillas pidieron por mí incesantemente; sin pausa, si dar el caso por perdido, subiéndose al techo y arrancando las tejas con sus propias manos, hasta lograr descolgarme a los pies de Jesús para que Él terminase de perfeccionar el gran milagro que había comenzado a obrar desde el momento mismo que nací, cuando los médicos no me daban más de tres días de vida.

Por María Paula Riofrio
La Vida es Bella

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