Compartir:

¿Sabes cómo suena la voz del Espíritu Santo? ¡Te cuento el secreto para agudizar el oído!

Es común que en nuestras comunidades parroquiales, grupos apostólicos, catequesis, conferencias, etc. se hable de cierta influencia que el Espíritu Santo tiene sobre la Iglesia. De la necesidad de pedir su asistencia y su guía para seguir el camino, de la importancia de sus dones… pero quisiera preguntarte ¿sabemos cómo escuchar la voz de Dios Espíritu Santo? Es más, ¿sabemos cuál es su manera de actuar en la vida del hombre?

Te pregunto esto, amigo lector, porque podemos caer en un círculo vicioso en el cual clamamos al cielo por la asistencia de Alguien que, tristemente, no conocemos.

Pedimos su presencia en nuestras vidas sin saber siquiera cómo se manifiesta en nosotros. Lo que hace que el Espíritu sea el miembro más desconocido en medio de nuestras comunidades. ¡Y que caótico es esto! Pues sin Él no hay comunidades.

Este Espíritu Santo puede verse desde muchos ámbitos, pero quiero invitarte a tomar solo uno de tantos, para que seamos más concretos y prácticos: el Padre pronuncia la Palabra, su Hijo (Jesucristo), y ese aliento, esa voz es el Espíritu.

Por tanto, el Espíritu debe ser escuchado, tenemos la necesidad de escuchar la Voz que procede del Padre y del Hijo. ¡Qué interesante es esto! Saber que Dios nos habla y que podemos escucharlo.

Pero, ¿cómo hacer para escuchar la voz de Dios? Te propongo una pequeña lista que nos ayudará a abrir más el oído (corazón) a la voz de Dios.

 

 

Disposición de corazón

Aunque sea más que obvio que hay que estar dispuestos a escuchar, es necesario hacer énfasis en que para escuchar es necesario cierto grado de actitud de apertura. Pensemos en la Virgen María, cuando ella se presta a escuchar el anuncio del ángel. Hace un espacio en sí misma para encarnar al Salvador.

De esta misma manera es necesario que nosotros abramos un espacio en nosotros mismos que sirva de morada para el Espíritu de Dios. Como bien dicen las Escrituras, es hacernos realmente templos para Él. Es poder engendrar la Palabra en cada uno de nosotros, para dar así al mundo la luz que tanto necesita.

El primero que debe estar dispuesto a escuchar la Voz del Señor es quien tiene la misión de acompañar un grupo apostólico o misionero; quien tiene la trascendental tarea de la predicación o anuncio del Evangelio, quien ayuda espiritualmente a una comunidad… Pues, si quien guía en el camino no hace espacio al Espíritu, ¿cómo podrá comprender cuál es la voluntad del Señor para su comunidad?

Estar atentos a esa voz

Muchos, si no es que todos, podemos decir que hemos sentido alguna vez que algo que se dijo o que escuchamos de una canción, video, conversación o conferencia fue como dicho puntualmente para nosotros. ¡Hasta nos generó cierto escozor!

Eso es algo bonito porque normalmente esa palabra o frase era justo la que estábamos necesitando en ese momento.

Por eso mismo necesitamos estar siempre atentos, vigilantes, pues en cualquier momento, hasta en medio de una conversación de amigos, puede el Señor enviar Su voz y darnos aquella Palabra que necesitamos escuchar.

Acá se nos presentan dos tareas importantes. La primera es atender y escuchar lo que nos dice. La segunda es estar prestos a dejarle actuar en nuestra vida.

 

 

Vivir en la humildad

Mucho se nos ha hablado y hablará de la humildad, pero en definitiva no es más que vaciarnos de nuestras propias vanidades y hacer espacio a Dios en nuestra vida. Eso es ser humilde, saberse necesitado de Dios.

Es por esto que sin la necesaria humildad de corazón se hace imposible escuchar realmente al Espíritu, pues las propias voces del egoísmo y la vanidad pueden engañarnos, convirtiendo nuestras palabras en supuestas palabras de Dios. Ante esto debemos tener muy abiertos los ojos, no dejarnos engañar tan fácilmente.

La Palabra que verdaderamente viene de Dios siempre nos sacará de la zona de confort y nos hará ir más allá, pues el hombre de fe sabe que no tiene límites. A quien está con Dios todo le parece fácil, pero quien se aleja de Él, todo lo ve imposible.

Salgamos de nuestro propio orgullo que nos limita y encadena a una frontera de la cual no somos ciudadanos.

No tener miedo al amor

No sé por qué nos hemos empecinado en identificar el amor con el dolor, con lo que nos hace sufrir y pasar noches en vela. Nada más alejado de la realidad que esto.

Si bien el amor trae sus sacrificios, pues nada más pensemos en la Cruz; trae vida, trae alegría, trae fuerza. ¿Qué sería del mundo sin amor? Mejor: ¿qué sería del hombre sin amor?

Benedicto XVI, de manera valiente, nos ha hecho un llamado de atención que es sumamente real: tenemos que aprender a abandonar ese miedo al amor, el amor de Dios, como bien explica él, es tanto Eros como Ágape. Es un amor que se dona, pero también es un amor romántico. Dios siente un amor romántico hacia sus hijos.

Esto es el Espíritu de Dios: Su amor más puro, sincero y desinteresado. Vivir en el Espíritu es vivir en el amor de Dios. Por eso es apremiante que confiemos en Su Voz, en su amor, en su voluntad.

Para esto, necesitamos ser conscientes de la necesidad de estar unidos a Él, no separarnos ni dejarnos separar por nada ni nadie. Eso es amor Eros: sabernos en una relación íntima con Dios, una relación inseparable. En otras palabras, es santidad.

Esta unión necesita que nos aproximemos diariamente a Él, que sepamos estar con Él y lo imitemos. Que sepamos ser como Él. Así – siendo y estando – seremos santos. ¡Qué apasionante es esto!

No hay que tenerle miedo al amor, hay que luchar por el amor. ¿Y si hoy nos decidimos a amar de verdad? ¿Y si mañana lo volvemos a hacer?

Es más, ¿y qué tal si hoy, mañana y pasado mañana nos dejamos amar? Amar a Dios, amar al Tú, amar al Yo… simplemente saber amar, esa es la mejor manera de iluminar tanta oscuridad.

 

 

Hagámonos preguntas

Sí, preguntarnos, hacernos preguntas, sanamente, siempre nos hará mucho bien. Tomemos el ejemplo de Pedro, cuando responde a Jesús: ¿Señor a quién iremos?

En ese momento él mismo se preguntaba a dónde más podría ir. Ahí optó nuevamente por el Señor.

Por eso, preguntémonos: ¿Qué lugar ocupa Jesús en mi vida?, ¿qué tan consciente es mi búsqueda de estar con Él?, ¿para qué o por qué estoy hoy donde estoy?, ¿qué tan sincero es mi amor?

Esto es necesario y apremiante, pues debemos despertar del aletargamiento y decidirnos por la aventura del escuchar, de caminar por el camino del amor sincero y auténtico, del sabernos hijos del amor, ciudadanos del Reino.

Y recuerda, nuestra meta es el cielo, y hasta el cielo no paramos…

 

 

Escrito por: Padre Mauricio Montoya, vía Catholic-Link.

 

Compartir: