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El comediante norteamericano Jerry Seinfeld bromeaba sobre cómo, cuando uno está manejando, siempre cree que el que va atrás de uno es un demente y el que va adelante, un torpe.

Esta es una teoría que he planteado por años. La forma en que nos comportamos en el tránsito dice mucho respecto a quiénes somos y cómo nos vemos en relación con la sociedad. Cuando salimos al volante muchos factores confluyen para resultar en un estilo de manejo y de comportamiento: Por un lado, están, por supuesto, nuestros conocimientos sobre las leyes de tránsito y nuestra propia experiencia de más o menos años; ciertamente influye nuestro estado de ánimo en ese día y a esa hora en particular cuando nos subimos al carro. Y finalmente, está nuestra perspectiva individual sobre cómo nos vemos en relación con los demás. El comediante norteamericano Jerry Seinfeld bromeaba sobre cómo, cuando uno está manejando, siempre cree que el que va atrás de uno es un demente y el que va adelante, un torpe.

Todos tenemos la experiencia de estar en la calle y encontrarnos con personas que estacionan en doble fila (sólo un ratito) o que vienen en contravía (es una emergencia) o que no ponen luces direccionales para cambiar de carril o doblar en una esquina. Por supuesto, hay los que no respetan el límite de velocidad, sobre todo en zonas urbanas; no falta el que busque escabullirse del embotellamiento circulando por el espaldón que es exclusivo para paradas de emergencia. Pero también hay la falta de cortesía general, por ejemplo, para dar paso cuando alguien lo pide con una señal o encendiendo las direccionales; el que viendo que ya te estás estacionando, se apresura y se roba el puesto o el que no puede perder treinta segundos estacionando derecho sin invadir otro puesto.

Es cierto que puede haber generaciones enteras que obtuvieron su licencia de conducir sin pasar por el curso obligatorio; o que, a pesar de aprobar el curso, nunca comprendieron la importancia de las leyes y señales de tránsito.  Nunca descarto la posibilidad de que aquella persona que casi me choca o que conduce como loco, tenga realmente una emergencia que le impida razonar mejor sus actos. Sin embargo, con los años tiendo a pensar que el principal factor que influye en el comportamiento es que nos creemos más importantes, por encima de la ley y el orden, mejores conductores que el resto y, sin duda en nuestras mentes, más conocedores que los ingenieros de tránsito que diseñaron y testearon los parámetros técnicos y las mejores prácticas universales.

Aunque la ley y la señalética dicen que por esta calle la velocidad máxima es de 30 kph, algo en nuestro interior nos cuestiona “eso es demasiado lento”. Nos sentimos frustrados a esa velocidad e instintivamente aceleramos a por lo menos 50 o 60. Mi lógica me asegura que no pasa nada, no hay razón para conducir a 30 y por supuesto hoy mi agenda es prioridad por encima de las leyes y la seguridad. Yo siempre soy más importante.  Si tengo un vehículo es para gozar de la libertad de moverme como yo quiero y de llegar exactamente hasta el punto donde necesito ir.  Por eso me estaciono en doble fila, porque sólo estoy esperando a alguien unos minutos o utilizo el estacionamiento exclusivo para discapacitados pues es inconcebible caminar una cuadra, el carro es para subirme y bajarme al pie del lugar al que voy. El resto no es mi problema, sus vidas son menos importantes que la mía.

Hasta cierto punto, la dificultad que tenemos para reconocer que el tráfico es una realidad comunitaria se debe a un sesgo cognitivo que la psicología reconoce como el Efecto Dunning-Kruger. Esto sucede cuando individuos con poca habilidad en cierta área sobre estiman su propia competencia.  De esta forma, un conductor adopta un comportamiento más arriesgado porque cree que lo tiene bajo control. Al no ser capaz de medir adecuadamente los riesgos decide, por ejemplo, acelerar cuando ve la luz amarilla en el semáforo, en vez de frenar como manda la ley. Lo mismo sucede en las intersecciones cuando no detenemos el vehículo por completo en el disco PARE, sino que nos confiamos en la visión periférica para determinar que no hace falta más que desacelerar.  Ese sesgo cognitivo causa una ilusión de control y nos hace olvidar que no podemos anticipar ni gobernar las decisiones y reacciones de los demás.

En esta dimensión psicológica nuevamente incide nuestra idiosincrasia y la errónea creencia de que somos una isla que no necesita del resto ni que debe adecuarse a parámetros universales. Las leyes de tránsito son justamente el marco de referencia que nos permitiría a todos saber qué esperar de los demás, si todos las cumpliésemos. Pero pesan las costumbres sociales (todos los hacen) o la influencia de los pares (si el de al lado no me da paso, yo tampoco); también nuestro desdén hacia la autoridad y el considerar las leyes como un mal necesario (si no hay quien me multe, no debo obedecer). Mientras más años nos habituamos a irrespetar las normas, más perdemos la sensibilidad hacia las consecuencias.

Conducir es un comportamiento social que ocurre en espacio público donde interactuamos con cientos o miles, así que la forma en que navegamos las calles revela nuestro perfil psicológico y emocional, nuestra ética, actitud y dinámica interpersonal.  Es como si mi yo al volante fuese una extensión de mi identidad. Mi alta o baja autoestima, una tendencia narcisista, baja empatía, egocentrismo, impulsividad, agresividad, ansiedad o necesidad de sobresalir pueden transparentarse en cómo manejo. ¡Téngalo en cuenta la próxima vez que esté al volante!

Pablo Moysam D.

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