no leer algo realmente importante y pasarlo por alto puede causar grandes conflictos, de hecho 21 estados de Estados Unidos son ejemplo de ello.
No es la primera vez que sucede, ni será la última. Estudiantes universitarios se han tomado más de 25 predios académicos en 21 estados norteamericanos, incluyendo los de renombradas escuelas como UCLA, Columbia y Yale. Protestan por el conflicto en la franja de Gaza y sus reclamos han escalado a nivel de violencia, invasión, vandalismo y destrucción de propiedad privada.
En octubre de 2019, mientras en Ecuador y otros países estallaban protestas también de naturaleza violenta, Chile vivió la quema de 70 estaciones del metro de Santiago como corolario a la oposición por parte de estudiantes universitarios al alza de los pasajes y una semana de enfrentamientos con la policía por evasiones masivas del pago.
Regresamos 50 años en el tiempo y nos encontramos con manifestaciones violentas por parte de jóvenes contra la guerra en Vietnam, se estima que unos 25,000 estudiantes universitarios. Ya ven el hilo común…
¿Qué conecta a ese grupo poblacional particularmente con sentimientos de protesta? ¿Es la edad en que la razón aún no termina de afianzarse con el desarrollo del lóbulo prefrontal y aún priman las emociones? ¿Es una rebeldía natural que florece recién cuando el individuo experimenta cierta autonomía de sus padres, aunque ellos aún paguen todas las cuentas? ¿Quizás es la vulnerabilidad que se manifiesta como resultado de un adoctrinamiento social en las propias aulas de esas universidades?
Una inquietante realidad
Inquieta más que sigan pasando las décadas y ni siquiera empezamos a estudiar el fenómeno, peor aún mitigarlo. El primer argumento para presentar a los jóvenes cae por su propio peso: no es consecuente usar la violencia para protestar contra la violencia.
Esa actitud devela que las verdaderas motivaciones detrás de la oposición a conflictos armados no puede ser la paz.
Quien busca y pregona paz no tiene justificativo para violarla en su propio nombre. Afectar la tranquilidad de conciudadanos y dañar su propiedad privada en nada es coherente con postulados de derechos humanos, diálogo o armonía.
También en varios países del mundo se han visto grupos de jóvenes pro GBTL salir a las calles con banderas palestinas (y de arcoíris) exigiendo el cese al fuego en Gaza.
Ciertamente no leyeron jamás sobre las penas aplicadas legalmente por actos homosexuales en países árabes; la incoherencia no deja de minar los motivos que alientan a esos jóvenes a defender a un estado que los reprime.
Y ahí está otro balón que golpea en el palo: el conflicto actual no es entre Israel y Palestina, sino entre Israel y Hamas, este último un grupo subversivo que atacó territorio israelí y sin provocación asesinó, raptó y violó a ciudadanos judíos y de otras nacionalidades. Israel ha respondido, con excesos y errores también. Los universitarios parecen haber faltado a las clases de historia y geopolítica, seguramente tampoco leyeron nunca los capítulos 15 al 21 del Libro del Génesis, donde todo este conflicto inicia.
Lo que pasa por no leer
La población que recorre a diario aulas, bibliotecas y foros, que se supone dedica gran parte de su tiempo a la investigación y la lectura, que debería ser animada al debate y el intercambio de ideas, resulta que es la primera presa del caos, la intolerancia y la violencia radical. Mucho nos dice esto del tipo de educación por la que se pretende paguemos para nuestros hijos.
El concepto de universidad se ha convertido en otro producto empaquetado con buen mercadeo y publicidad. Las pautas que oímos en radio o vemos en televisión poco hablan de la excelencia de los docentes o de los recursos bibliográficos y la calidad del pensum académico. Lo que promocionan las universidades de hoy es lo fantástico que es el campus, las múltiples actividades de entretenimiento y descanso que ofrecen. Educación se reduce a un vago slogan como “decide ser más” o “sé lo que quieras ser”.
Es tiempo de replantearnos la educación superior, no solamente si las carreras que se ofertan son compatibles con la demanda profesional en el mercado; sino inclusive el paradigma de que todo bachiller de la república debe cursar una carrera universitaria para alcanzar un estado de vida digno y pleno. Me atrevo también a cuestionar si el título universitario (y encima el de posgrado) deben ser financiados enteramente por los padres de familia, en vez de permitir a los nuevos adultos encontrar su camino y construir su carrera mediante su propio esfuerzo.
Porque es muy cómodo tener lo mejor de los dos mundos, sentirse adultos para tomar las decisiones que les conviene, pero continuar amparados bajo el presupuesto familiar como un menor de edad.
A esta reflexión hay que añadir el ingrediente de las pseudo filosofías que se inculcan a nuestros hijos en las universidades y la falta de profundización en los temas y preguntas existenciales que los lleven a ser ciudadanos y profesionales que procuren el bien y la verdad en la sociedad. Esa combinación los vuelve vulnerables a responder con ignorancia y violencia a cuestiones sociales, económicas e históricas. Todo lo contrario, a lo que se espera de un universitario y -ojalá- contrario a los principios que debimos enseñarles en casa.
Escrito por: Pablo Moysam D. Twitter: @pmoysam Spotify: Medio a Medias.
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