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Nunca falta por ahí gente que dice alegremente: «Rezan, pero no cambian». Dejemos aparte el hecho de que, frecuentemente, los que nunca rezan se defienden a sí mismos atacando a los que rezan. Además, hay que preguntarse que si, rezando, son así, ¿cómo serían si no rezaran?

Nosotros mismos, somos testigos, en nuestra propia intimidad, de cuántos esfuerzos necesitamos hacer, de cuántos vencimientos en el silencio del corazón, sin que nadie los note, para percibir alguna mejoría, un leve crecimiento. No se puede decir tan alegremente «rezan y no cambian». Además nadie cambia: en el mejor de los casos, mejoramos. Nadie llegará a ser humilde como Jesús; la cuestión es pasar la vida entera haciendo actos de humildad al estilo de Jesús.

En todo caso, comencemos por aceptar, por metodología, la hipótesis de que hay quienes rezan y no cambian.

Es un hecho: en la historia del espíritu conocimos personas piadosas que, al parecer, hasta el fin de sus días arrastraron sus defectos congénitos de personalidad. Dedicaron a Dios muchas horas, pero hasta la muerte permanecieron egoístas, susceptibles, infantiles. Al parecer, no mejoraron.

En cambio, el Dios de la Biblia es un Dios que cuestiona y desinstala: nunca deja en paz aunque siempre deja paz. No responde, sino pregunta. No facilita, sino dificulta. No explica, sino complica. A su propio Hijo, en la hora de la Gran Prueba, lo deja solo y abandonado, luchando cara a cara con la muerte. A sus elegidos los lleva al Desierto, donde los va forjando a fuego lento en el silencio y en la soledad. Siempre hay un Egipto de donde salir, y este Dios va sacando incesantemente al pueblo y colocándolo en marcha en dirección de una tierra prometida, llena de árboles frutales, que son: humildad, amor, libertad, madurez.

Ahora viene la pregunta: ¿qué pasó aquí?, ¿cómo se entiende la contradicción de que estas personas trataron tanto con Dios, y un Dios liberador, cómo no los liberó? Dedicaron tantas horas a Dios, y un Dios que nunca deja en paz, ¿cómo las dejó en paz y sin paz?

La respuesta sintética es esta: estas personas en lugar de dar culto a Dios, se dieron culto a sí mismas. Aquel Dios con quien tanto trataron no era el otro, era una proyección de sí mismos. No hubo una salida hacia el otro; el centro de interés estuvo en sí mismos, eran ellos mismos. Parecía que buscaban a Dios; se buscaban a sí mismos. Parecía que amaban a Dios; se amaban a sí mismos. Parecía que servían a Dios; se servían de Dios.

Como no salieron de sí mismos, no maduraron. Porque si no hay salida, no hay libertad. Si no hay libertad, no hay amor. Si no hay amor, no hay madurez. Por eso no crecieron.


Por P. Ignacio Larrañaga
Talleres Oración y Vida

 

 

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