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«Si rezo mal, ¿no obtendré lo que pido?». Una aclaración necesaria para alcanzar los frutos de la oración.

Hace poco fui a un congreso nacional llamado «Encounter», donde aprendimos a hacer oración de intercesión con expertos de Estados Unidos y México. Durante 3 días oramos unos por otros, el rezo fue constante.

En ese tiempo, me di cuenta de que no podemos vivir en «envidia espiritual». Quizá ese término no esté bien dicho, pero creo que es una forma graciosa de explicar cuando alguien nos representa «competencia» en la vida espiritual.

Como cuando nos comparamos con los demás y sentimos envidia al ver la oración de alabanza de otros, mejor que la de nosotros; con más pasión, con una cara de alegría y de confianza en Dios, que nosotros no sentimos.

O como cuando pensamos que «gastamos nuestra oración» en otra persona, quedando menos para nosotros. O al desanimarnos si «la chica de al lado ha recibido sanación» y «quizás, como yo no tengo tanta fe o me lo merezco menos, no me pasa a mí».

El congreso se me fue en esto: en pensar cuánto tenía yo de «poder» y de «oración», en lugar de orar.

 

 

¿Qué es la oración de intercesión?

Si partimos de que Dios es amor, la oración es un diálogo desde el amor. La oración de intercesión y los milagros son producto del amor. No puedo vivir la oración como un método, como una asignatura que me sale bien o mejor que a otros.

Tampoco puedo calcular el número de milagros que pueden suceder dependiendo de cuánto tiempo, cuánto esfuerzo, cuánta fe tengo, como si fuera un recurso material.

Dios no hace matemáticas

Dios no es menos poderoso porque yo sea más creyente. Dios no da menos a los que menos trabajan. ¿No nos lo dejó claro en múltiples ocasiones en sus parábolas? Los viñadores que llegan primero le reclaman al jefe porque recibieron la misma paga que los que llegaron a trabajar al final del día: «¿No tengo derecho a hacer con mi dinero lo que yo quiero?».

También nos deja confundidos en la parábola del hijo pródigo, cuando el hijo mayor, el que nunca se fue e hizo todo lo que «era correcto», reclama al papá que haga una fiesta por el hijo rebelde que gastó la herencia y avergonzó a la familia: «Hijo, tú sabes que todo lo mío es tuyo».

Dios no paga lo que hacemos. Dios simplemente ama. Y ama a todos con el mismo amor. ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que mi oración no puede ser mejor, que mi fe no es más efectiva o que tengo «éxito espiritual»?

¿Qué debemos procurar? ¿Por qué los que recibían milagros eran quienes ni pertenecían al pueblo «honrado»: la mujer poseída, la mujer abusada, el hombre leproso, el hombre ciego, el centurión romano, Lázaro subido al árbol? ¿Qué tenían en común? Que se dejaron amar.

Se pusieron en el camino, sin pensar en que se lo habían ganado o si habían cumplido con 3 certificaciones de oración y religión.

 

 

De nuevo: el fruto del bien y del mal

Lo que la fe católica enseña, más que a medir qué tanto recibimos y qué tanto damos, es que lo único que nos limita es creer que a Jesús nos lo tenemos que ganar. El maligno se encargará de hacernos sentir que el límite lo ha puesto «el Consejo Cósmico de Oración» (o algún otro «gremio» inventado) y no sus mentiras para hacernos sentir trabajadores y no hijos.

Al hacernos de nuevo jueces, al escuchar las mentiras del maligno diciéndonos «con esto sabrás distinguir el bien y el mal», nos enredamos en esa ansia por ganarnos el amor — que conlleva sanación — de Dios y no damos espacio a que el Espíritu de Amor fluya «donde quiere y como quiere».

Cuando entendí esto, mi oración tuvo más frutos. Dejé de orar pensando que yo era quien tenía «el don» de sanar o interceder, o que lo hacía mejor o peor. Dejé que mi ser fuera un canal para ese Dios-Amor que no deja de correr a cántaros para llenarnos de sus dones.

La vida espiritual es una fiesta de amor, una celebración de la gracia. Es una boda donde no tenemos que comprar el mejor vino para ofrecer a Dios, sino que Dios transforma nuestra agua cuando la dejamos en sus manos.

Si oramos «bien», es por gracia de Dios. No es un concurso de dones. El único que merece la gloria es Dios, y no porque necesite de nuestra alabanza para existir, sino porque al reconocer que no somos nosotros los que controlamos sus dones, el maligno ya no tiene cómo manipularnos.

 

 

Escrito por: Sandra Estrada, comunicóloga con Esp. en Divulgación de la ciencia, vía Catholic-Link.

 

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