Compartir:

En vísperas de la Navidad del 2014, el Papa Francisco ofreció un discurso a la Curia Romana. En éste manifestó que “es hermoso pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia”. Además, que sea un “cuerpo” que intente ser más vivo, más sano, pero sobre todo más unido con Jesús. Asimismo, que sus integrantes no se conviertan en unos funcionarios más, sino que participen activamente en los sacramentos. En especial manteniendo un contacto permanente con la palabra de Dios a través de la Eucaristía.

Si bien, la Curia está llamada a mejorar en su misión, como todo “cuerpo”, no está exento de las enfermedades, a las que el Papa Francisco clasificó en 15:

La enfermedad de sentirse “inmortal”, “inmune” o incluso “indispensable”, descuidando los necesarios y habituales controles. Una Curia que no se autocrítica, que no se actualiza, que no trata de mejorar es un cuerpo enfermo. Es la enfermedad del rico insensato del Evangelio que pensaba vivir eternamente (cfr. Lc 12, 13-21). Es también de aquellos que se transforman en patrones y se sienten superiores a todos y no al servicio de todos.

La enfermedad del ‘martalismo’ (que viene de Marta), de la excesiva laboriosidad. Es decir de aquellos que se sumergen en el trabajo descuidando, inevitablemente, “la parte mejor”: sentarse al pie de Jesús (cfr Lc 10, 38-42). Por esto Jesús ha llamado a sus discípulos a “descansar un poco”, (cfr Mc 6,31) porque descuidar el necesario reposo lleva al estrés y a la agitación. Hay que darle tiempo a todo, a pasar con la familia y que aquellos momentos de descanso sirvan para recargarse espiritualmente.

La enfermedad de la ‘fosilización’ mental y espiritual. Es de aquellos que, en el camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia y se esconden bajo los papeles, convirtiéndose en “máquinas de prácticas” y no en “hombres de Dios”. Es la enfermedad de quien pierde los sentimientos de Jesús, su corazón se endurece y es incapaz de amar incondicionadamente al Padre y al prójimo.

La enfermedad de la excesiva planificación y del funcionalismo. Cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que si hace una perfecta planificación las cosas progresarán, convirtiéndose en un contador. Preparar y planificar es necesario, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar o pilotear la libertad del Espíritu Santo que es siempre más grande, más generosa que cualquier planificación humana (cfr. Jn 3,8).

La enfermedad de la mala coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos y el cuerpo pierde su armonioso funcionamiento y su templanza. Esto se convierten en una orquesta que produce ruido porque sus miembros no colaboran y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Cuando el pie dice al brazo: “no te necesito” o la mano dice a la cabeza “mando yo”.

La enfermedad del “Alzheimer espiritual”. El olvido de la “historia de la salvación”, de la historia personal con el Señor, del ‘primer amor’ (Ap 2,4). Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria de su encuentro con el Señor. En aquellos que dependen completamente de su presente, de las propias pasiones, caprichos y manías. En quienes construyen a su alrededor muros y hábitos y se convierten, en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus propias manos.

La enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria. Cuando la apariencia, los colores de la ropa o las medallas honoríficas se convierten en el primer objetivo de la vida, olvidando las palabras de San Pablo: “no hagan nada por rivalidad o vanagloria, sino que cada uno de ustedes, con humildad, considere a los otros superiores a sí mismo. Cada uno no busque el propio interés, sino también el de los otros (Fil 2,1-4).

La enfermedad de la esquizofrenia existencial. Los que viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y del progresivo vacío espiritual que licenciaturas o títulos académicos no pueden llenar. Una enfermedad que sorprende a los que abandonan el servicio pastoral, se limitan a las cosas burocráticas, perdiendo de esta manera el contacto con la realidad y con las personas concretas.

La enfermedad de los chismes, de las murmuraciones y de las habladurías. Inicia simplemente con hacer dos chismes y se adueña de la persona transformándola en “sembradora de cizaña”. En muchos casos es casi ‘homicida a sangre fría’ de la fama de los propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de las personas cobardes que, prefieren hablar a espaldas de los demás.

La enfermedad de divinizar a los jefes. Es la que halaga a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cfr Mt 23-8.12). Son personas que viven el servicio pensando únicamente en lo que deben obtener y no en lo que deben dar. Esta enfermedad podría golpear también a los superiores cuando cortejan a algunos de sus colaboradores para obtener su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una verdadera complicidad.

La enfermedad de la indiferencia hacia los demás. Cuando cada uno sólo piensa en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando se sabe algo, pero no se comparte positivamente con los demás. Cuando, por celos o por astucia, se siente alegría viendo al otro caer en lugar de levantarlo y animarlo.

La enfermedad de la cara de funeral. Es decir, la de las personas bruscas y groseras, quienes consideran que para ser serios es necesario pintar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a los demás, sobre todo a los que consideran inferiores, con dureza y arrogancia. El apóstol debe esforzarse para ser una persona cortés, serena, entusiasta y alegre que transmite felicidad en donde se encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia con la alegría a todos los que están alrededor de él.

La enfermedad de la acumulación: cuando se trata de llenar un vacío existencial acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevar nada material con nosotros porque “el sudario no tiene bolsillos”. La acumulación pesa solamente y ralentiza el camino inexorable.

La enfermedad de los círculos cerrados en donde la pertenencia al “grupo social” se vuelve más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo.

La enfermedad del provecho mundano, del exhibicionismo, cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos o más poderes. Es la enfermedad de las personas que buscan multiplicar poderes y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, para exhibirse y demostrarse más capaces que los demás.

Vía: Radio Vaticana

Compartir: