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«Vivimos por vivir»… es una frase  muy conocida, sin embargo hay que tener claro no solo a veces sino siempre… debemos dar lo mejor y servir a Dios.

A veces, no pocas, creo que nunca tuve más ambición que formar un hogar, tener una familia, y que ésta no se acabe nunca. No sé si es mérito, atavismo o simple gracia. Tal vez sea nada más que la simple traducción personal que Dios me hace de su primer mandamiento.

No es que no haya una y mil veces visto y sentido las ilusiones y decepciones de querer ser famoso, rico o alguien en la vida. También no es que no haya pasado por todas las vanidades posibles de la adolescencia y la juventud en la que tristemente nuestra infancia se envilece y atonta. No es que no haya soñado una y mil veces con ser reconocido por mi inteligencia, logros académicos, liderazgo en alguna cosa. Pasé, soñé, pero nunca muy convencido. O mejor: paso y sueño, pero nunca muy convencido.

Parece que mi alma no se pega en esas cosas. De nuevo, no creo que sea mérito. En muchos casos es pereza. Me cansa, me aburre mortalmente pensar en tener que esforzarme por alcanzar alguna de esas metas.

Digo, esas metas de las que te embadurnan no sé quienes ni porqué, enrostran y atarantan como si fueron obligatorias: ser millonario, ser reconocido, ser admirado, ser aplaudido, ser importante por alguna razón.

 

SERVIR A DIOS 1

 

Sentimos miedo de servir a Dios

No es que no trabaje, lo hago, y con gusto. Me encanta lo que hago: enseñar. Pagaría por hacerlo. Lo que me es ajeno es el deseo de grandeza de ese tipo. Será que he visto demasiado en qué terminan esos afanes: una soledad incurable, una estupidez fija, una íntima convicción de importancia falsa, una grave incomprensión de uno mismo y de los demás.

Pienso además que todos seremos olvidados por los hombres pero nunca por Dios. Y, a veces, no pocas, es el olvido de los hombres el que nos despierta al recuerdo de Dios.

Será que ese es mi miedo de fondo: ganar el mundo y perder el alma. O tal vez será que me llena tanto de alegría el presente cuando se acumula en alguna represa de ternura (y son miles: cumpleaños, logros, fracasos, aniversarios, risas y llantos) que el pasado con sus decepciones o añoranzas y el futuro con sus lisonjas y amenazas, se me adelgazan, se me hacen nada, me saben a poco, a nada.

Será que la presencia de los que amo (que es una de las formas de presencia de Dios a la que más sensible soy) es tan fuerte, tan hondamente graciosa, que lo que opinen los de fuera no me dice nada, ni bueno, ni malo, ni sobre mí, ni sobre nada, ni nadie.

O quizás será que durante un año leí el Qohelet todos los días y me dije con él: vanidad de vanidades, todo es vanidad. Tal vez se me quedó dentro de eso que dice sobre que todo cansa y no hay fruto alguno en todo lo que los hombres hacen bajo el sol .

Y sobre todo, tal vez sea, y no poco, que una de sus magníficas líneas finales se me grabó a fuego en el corazón: ¡Basta de palabras! Sirve a Dios que eso es ser un hombre cabal.

 

SERVIR A DIOS 2

 

Fuente: Roncuaz.

 

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