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La depresión más oscura me dio las cuatro lecciones más luminosas de mi vida.

«Veo una pared negra delante de mí y no sé cómo avanzar». Estas palabras se las dije a una terapeuta, la primera vez que tuve que atravesar una depresión severa. Lo digo de esta manera porque no era la primera depresión de la que tendría que salir- hubo previas más leves – y no fue ni será la primera; el diagnóstico fue «trastorno bipolar» y esta etiqueta viene en combo con depresiones cíclicas.

Esto te lo digo solo a modo de introducción, nada más para que entiendas de dónde sale lo que te contaré a continuación.

Primero: una depresión se siente como un atasco, frente a un muro que no permite avanzar. La cabeza debajo del agua que no deja respirar. Los ojos cargados de niebla que no dejan ver más allá y la mente en un aire igual de tóxico que no deja pensar. Una catarata de lágrimas que no sabías que podrías contener… y que de pronto parece que se seca, porque hasta querrías llorar y ya no puedes.

No te digo esto para pintarlo como algo dramático – aunque sí lo es – o para victimizarme o victimizar a otros. Lo hago para poder hacerte la siguiente pregunta: ¿cómo en ese contexto se puede avanzar, se puede pensar, se puede rezar, se puede encontrar un sentido o afirmar con seguridad que «hay lecciones» invaluables que no nos arrepentimos de haber aprendido?

 

 

1. Entender que al salir de una depresión… algo se puede aprender

¿Cómo en ese contexto se puede – lo que suena una locura – ser feliz? Se puede. Se puede ser feliz en medio del sufrimiento (en cualquier tipo de sufrimiento, no solo al vivir o salir de una depresión, aunque de esto seguiré refiriéndome)

Ese es el primer descubrimiento que, una vez hecho, enciende una chispa de esperanza. Una chispa que comienza a iluminar. No se acaba la oscuridad, pero ya no es tan… oscura.

Como cuando uno entra a una habitación con las luces apagadas y se cuela un poco de resolana en las persianas, no se ven todas las formas con sus detalles. Pero se ven las siluetas. Y se puede andar entre ellas. No tropezar.

Ya no es una pared negra… y se puede avanzar.

En ese camino, medio a tientas pero con una seguridad nueva y adquirida, se perciben algunas novedades que van poniéndose una encima de la otra para construir no un muro que cierra el camino, sino una escalera para poder brincar al otro lado.

A continuación, te cuento cuáles son algunos de esos escalones que pude apilar. Al menos, los 3 más importantes – a mi parecer, los que a mí me han ayudado más cada vez que me toca reaprender que el dolor no tiene la última palabra.

 

 

2. Conocer el verdadero significado del «consuelo» en medio de la depresión

Durante y al salir de una depresión, es muy fácil imaginarte a ti mismo en algunas escenas del Evangelio. Mira a Jesús en Getsemaní. Solo. Sus mejores amigos, durmiendo. Otro, planeando cómo traicionarlo. Jesús, en la Cruz. Solo. Sus mejores amigos huyeron (menos uno). Otros, riéndose.

Imagina que tropiezas. Es común que quienes te rodean se rían un poco antes de ayudarte. Luego, te extienden la mano. La aceptas, pero un poco humillado y molesto por la humillación, por las carcajadas. Duele más esa humillación que una rodilla raspada.

Jesús carga la humillación que no merecía, todo Él raspado, arañado; toda su hermosura, arrancada. Arde todo Él, mientras muere y escucha carcajadas. Y lo hace solo, sin una mano que se extienda para sostenerlo o, al menos, acariciarlo (a excepción de una piadosa mujer que quiso secar un poco de su Sangre).

¿Por qué te digo esto? Hace poco leí que la palabra «consuelo» etimológicamente provenía de estar «con» quien está «solo».

La depresión no solo es un dolor anímico. Es sentirse solo. No importa dónde o con quién estés. Hay una soledad que puedes cargar – valga la redundancia – solo. Y duele. Mucho. «Es que nadie puede entenderlo», podrías pensar.

Pero aquí te digo el primer aprendizaje, que es muy valioso y reconforta de manera inesperada: el único que sí conoce esa soledad es quien la cargó primero. Jesús puede tenderte la mano y acariciarte el alma como nadie más puede hacerlo. Porque Él sí puede entenderlo.

Y, la segunda parte de este aprendizaje, es aún más preciosa: tú, solo, puedes acompañar la soledad de Dios. Aunque no parezca… es un privilegio. Solo, con Él, solo.

No hay intimidad más íntima; en la que conoces algo más que los momentos de gozo, cargados de alegría y de gente. Es donde toda esa gente se aparte y puedes mirar a Dios a los ojos. Mirar que están rojos, que también lloran. Que si el Omnipotente eligió hacerse impotente, es para que tengas hoy a quien abrazar y en el abrazo decir, con seguridad: «Señor, Tú me conoces y me entiendes, más que nadie, incluso cuando ni yo me conozco ni me entiendo».

 

 

3. Recibir y aceptar una pieza de lo que Él sufrió

Continuando el primer aprendizaje, algo increíble que he descubierto durante y al salir de una depresión es que el dolor más ardiente no fueron los latigazos; el dolor más punzante no fueron los clavos. El dolor más grande fue el moral. Verse cargado de pecado ajeno, «haciéndose pecado» por los pecadores. El sentimiento de abandono, el sentimiento de un Dios que se aparta, el sentimiento de angustia…

Hay pocas oportunidades en las que podríamos hacernos partícipes de ese dolor. El físico, lo conocemos y es intenso y es horrible y sí, quisiéramos evitarlo. Pero el psíquico, el moral… es más difícil. (Lo digo con cierto conocimiento de causa, también padezco de dolor crónico, y a veces es más fácil ofrecer el dolor físico que encontrar el sentido al psíquico)

Entonces, estas oportunidades de hacerlo – de ofrecer esa angustia, ansiedad, tristeza, desesperanza – son momentos de compartir una pieza de lo más hondo que Jesús sufrió. Si comprendemos que eso tuvo un valor redentor y comprendemos que lo que ofrecemos puede apoyarlo aunque sea mínimamente… es lindo.

¡Sí, es difícil! Y hasta Dios pidió no tener que cargar con todo lo que se le venía encima. Entonces, si nos mira y nos pregunta: «¿Cargarías un poco, conmigo, por favor?», es porque tiene una confianza inmensa en nosotros.

No confía en que «podamos» – ¿quién puede, por sí mismo? – sino en que al menos «queramos». O que «queramos querer».

«Señor, solo no puedo, pero no digo que no quiero, solo digo… si esto me pides, ayúdame más y yo intentaré hacerlo… lo mejor que pueda». Una oración de pocas palabras, pero que Él aceptará con gozo y la estrechará en su pecho, en su corazón, como un regalo muy esperado; nos recibirá con gozo y nos estrechará en su pecho, como un amigo y un hermano muy deseado.

 

 

4. Descubrir una nueva madurez

No hablo de una madurez humana – aunque algo se aprende – sino una madurez espiritual. Piensa en todo lo que te he dicho antes. Entender el sentido del sufrimiento es algo que cuesta. ¿Sabes por qué? Porque en realidad… ¡como que no tiene sentido! ¡Ni Dios quiso que existiera!

Pero, por el mal que entró en el mundo, existió. Entonces, Él bajó y lo cargó y dijo «ahora no tendrá la última palabra».

Volviendo al tema de la madurez: entrar dentro de una lógica ilógica y comprender el sentido del sinsentido es algo extremadamente valioso. No aprendemos un par de líneas del Catecismo… lo vivimos.

Los ojos, purificados por las lágrimas, pueden ver con un color y relieve nuevo el rostro de Dios. El corazón, despojado de todo lo que deja de parecer tan importante, descubre que lo más importante es el Dueño de ese corazón, que nos invita a habitar en el Suyo.

No me es posible escribirte en un solo artículo todo lo que me encantaría decirte para ayudarte a encarar o salir de una depresión. Pero al menos quisiera animarte con un último mensaje: Dios no solo no pide más de lo que no podamos cargar, sino que no deja que lo carguemos de tal manera que nos encorvemos y solo podamos mirar el suelo. Lo que Él ponga en nuestras manos — y lo que Él no pone, pero permite que sostengamos —, con seguridad, nos ayudará a erguirnos de una manera nueva, con los ojos hacia arriba, con la mirada y el alma contemplando el Cielo.

 

 

Fuente: Catholic-Link.

 

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