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Es Cecilia Viteri Miranda quien cuenta su historia, en la que detalla cómo logró volver a la vida… luego del cáncer de mama. ¡Comparte!

Cuando mi oncólogo, el Dr. Fernando Petracci, me comentó hace poco más de un año que estaba planificando una travesía con sobrevivientes de cáncer de mama al memorial del accidente del avión uruguayo ocurrido hace cincuenta años, no dudé un segundo en pedirle que me anotara en la lista de participantes.

Quince días antes de mi partida hacia Argentina tenía mi mochila lista y mi espíritu desbordante de ilusión. Sabía que no iba a ser sencillo. Desde que Fernando pasó a ser mi oncólogo hace más de trece años, viajaba a mi control -al principio cada seis meses y luego una vez al año- y la pregunta de rigor era :¿seguís corriendo o haciendo ejercicio?”.

Durante todos esos años mi inclinación por el ejercicio se convirtió en una obsesión. Oxigenarme era muy importante para erradicar la enfermedad. Y comprendí además que generar endorfinas era vital para sostener lo emocional.

Con ese antecedente, tenía la plena convicción de que llegaría al destino. Así que a mis sesenta y cuatro años, el 3 de marzo tomé avión hacia Mendoza, desde Buenos Aires. A las cinco de la mañana del día siguiente inicié una de las experiencias más maravillosas que jamás imaginé tener.

 

 

Un viaje que me devolvió la vida después del cáncer

Treinta y tres sobrevivientes de cáncer, junto con diez médicos, guías, equipo de producción y arrieros (con unos pocos caballos como apoyo para quienes llegasen a necesitar ayuda) empezamos una caminata que duraría tres días.

Luego de un viaje de más de cuatro horas en bus, nos adentramos a las estribaciones de Los Andes argentinos, donde el cerro Sosneado parece un gigante que contempla esas tierras áridas y frías.

El gran cauce del río Atuel en verano es una senda interminable de piedras, irrumpida en varios tramos por las aguas heladas que bajan de la cordillera. Ese fue el primer obstáculo que tuvimos que enfrentar: aguas torrentosas que al menor descuido podían arrastrarnos. Por ello debíamos formar cadenas entre todos, para sostenernos en pie.

Luego iniciamos el ascenso por estrechos caminos que bordeaban precipicios para seguir atravesando arroyos, hasta llegar al campamento El Barroso, ubicado a 2500m. Después de nueve horas cargando mochila, llegar aHí ya fue un logro.

Las Lomas de Urdesa y las decenas de kilómetros recorridos en el Parque Lineal todas las mañanas eran de risa, comparados con la magnitud de lo logrado hasta ahí.

La altura, el cansancio y la tensión por lo vivido hasta el momento, me pedían abrir mi saco de dormir en la carpa que utilizaríamos veinte mujeres, para al día siguiente continuar el camino. Pero nos tenían preparada una sorpresa: luego de calentarme con un té, y con enorme esfuerzo, bajo un impresionante cielo estrellado, que erizaba la piel de lo espectacular, -se veía la Vía Láctea con total claridad-, Fernando empezó a entregar unos sobres con cartas de los familiares.

Una por una fue nombrando a las destinatarias y me preguntaba si yo, al ser la única extranjera, tendría algún mensaje. Al final estaba el mío con cartas de mi hermano, de mi hija y de mi nieto, deseándome lo mejor y demostrando su cariño y admiración.

 

 

Una travesía con gran enseñanza

Luego de ese momento tan intenso y con un frío brutal, descansamos hasta las seis de la mañana, dando inicio al segundo día -el más importante- puesto que después de seguir atravesando ríos y escalando montañas en el Valle de las Lágrimas, llegamos al memorial donde se rinde homenaje a quienes perdieron la vida en tan trágico accidente.

Es difícil explicar con palabras lo que se siente al estar en un sitio que encierra tanto dolor. Llegar a esa cruz llena de rosarios y placas con nombres de los fallecidos, y de los sobrevivientes, es sobrecogedor.

Los vientos helados, las montañas con nieves perpetuas que se divisan a lo lejos y una naturaleza tan agreste, con muy poca vegetación sorprenden, porque se está en medio de la nada, a 3500m de altura. Uno no deja de preguntarse cómo lograron dieciséis jóvenes sobrevivir en un sitio como ese, y más aún lleno de nieve.

Cómo luego del accidente y de haber sido arrastrados a los pocos días por una avalancha, tuvieron voluntad para seguir luchando. Y, es ahí cuando uno siente una energía, siente la presencia de Dios. Ante la inmensidad, soledad y silencio, el ser humano se inclina reverente.

 

CÁNCER DE MAMA 4

 

En medio de lágrimas, muchos hablaron, agradecieron al Creador y cuando me tocó mi turno pedí por aquellos que no lograron superar la enfermedad.

Luego vino el descenso, pernocte en el campamento y al tercer día regreso al Sosneado, nuevamente atravesando los helados ríos y profundos desfiladeros.

La hermandad que surgió entre los participantes fue instantánea. Ante la enfermedad, no hay diferencias. No hay edades. Hay coincidencias. Todos luchamos contra el mismo enemigo. Tal como lo hicieron los sobrevivientes de Los Andes, la vida nos puso una prueba, nos puso una cordillera.

Me siento privilegiada de haber podido participar en una expedición tan significativa. Estoy segura que ayudará a quienes transitan por la enfermedad, a enfrentarla con una visión positiva, diferente. Se puede regresar a la normalidad, al trabajo, a enfrentar desafíos. Se puede regresar a la vida.

 

CÁNCER DE MAMA 5

 

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