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El famoso filósofo y crítico social Walter Benjamin antes de quitarse la vida exclamó: “¿Qué ha pasado que no hemos visto que venían los nazis?”

Al calor de la época, no es sencillo ver lo que ocurre. Y de hecho muchos filósofos consideran arrogancia pretender entender todo lo que ocurre en el mundo.

A raíz de una campaña, liderada por la concejala de Quito, Carla Cevallos Romo donde en algunas vallas colocadas en diversos sectores de la ciudad de Quito, se podía leer: “Si puta es ser libre y dueña de mi cuerpo…soy puta y qué?” , se ha podido traer al debate, de cómo las palabras construyen la imagen de lo que somos.

La campaña “No más cruces rosasdebe llevarnos a reflexionar sobre el peligro del mal uso del lenguaje y la gran irresponsabilidad que representa pretender desdibujar la realidad que solo desde la caricaturización de la misma se idealiza (¿Soy puta y qué?).

Si no aprendemos de la historia, estamos condenados como la mosca que angustiada choca contra el cristal, una y otra vez. Por ello, me remito al inicio de este artículo.

Las palabras pueden actuar como dosis imperceptibles de veneno, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce un efecto mortal.

Mucho antes de que los enormes muros y vallas de los campos de concentración nazi fueran construidos, la propaganda del Fuhrer ya había generado toda una arquitectura de palabras condenatorias que apelaban a la insensatez y hacían de los judíos un peligro irracional.

La “solución final”, o los campos de concentración, se erigieron sobre el discurso de una Alemania Nazi subordinada a un lenguaje lleno de eufemismos. Durante el dominio nacionalsocialista, se hicieron frecuentes palabras que escondían hechos trágicos como “expedición de castigo” o que ensombrecían la anulación del individuo como “ceremonia de Estado”. La propia palabra “campo de concentración” encierra un eufemismo, por demás doloroso.

Las palabras pueden actuar como dosis imperceptibles de veneno, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce un efecto mortal. El nazismo con toda su parafernalia, se introducía en las masas como  “lluvia fina” a través de palabras aisladas, de formas sintácticas que se imponían repitiendo una y otra vez y que luego eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente.

La concejala Cevallos condena con su expresión a miles de mujeres cuando dice que “ser dueña de su cuerpo es ser puta”, condena a millones de mujeres que no comparten la asociación de esa palabra con su dignidad.

Llamar putas a las mujeres, es pretender convertir al lenguaje en un mero polizón de esta época

Las palabras y la imagen gráfica desplegadas en buses y vallas, es una forma de lenguaje que  ensalza, estigmatiza o invisibiliza una condición gravísima, la de las trabajadoras sexuales. Si nos vamos acostumbrando al lenguaje, si las feministas aniñadas intelectuales de Quito y Guayaquil integran a su jerga esta palabra, ¿cuándo pasaremos a la acción para recuperar la dignidad de las “putas” o “prostitutas” que en carne y hueso experimentan una dolorosa realidad?

La destrucción del lenguaje quiebra las perspectivas sociales, frustra la reinvindicación de un colectivo que se siente excluido y no soluciona en nada a concienciar sobre el problema del “feminicidio”. Llamar putas a las mujeres, es pretender convertir al lenguaje en un mero polizón de esta época. Existe un trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su nombre. Se intenta transformar la visión real por una tendencia. Mañana, para las feministas, la palabra “puta” habrá pasado de moda y su condición de anti-mainstrean les obligará  a buscar una nueva palabra.

El nazismo cosió estrellas en la ropa a judíos, homosexuales, gitanos, etc. La palabra puta no es una amenaza, pero no así otros símbolos no susceptibles de ser percibidos. “Soy dueña de mi cuerpo (…) por eso aborto, me drogo, fumo y me emborracho, ah y tengo sexo, con cuanto hombre se pasee delante mio”.

No, lo peligroso no es ser puta, sino lo que encierra esta pregunta: “¿Y qué?”

 

Por Andrés Elías

@andreselias

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