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En una multitudinaria Misa en el Parque Samanes de Guayaquil, el Papa Francisco dedicó su homilía a compartir un mensaje a las familias. El Santo padre hizo un especial énfasis en el papel de María como Madre nuestra y destacó que «lo más lindo, profundo y bello para la familia está por venir».

A continuación la homilía del Papa Francisco en Misa campal en Guayaquil.

El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo portentoso que se realiza en la narración del Evangelio de Juan. La preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» y la referencia a «la hora» se comprenderá, en los relatos de la Pasión.

Está bien que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre: «No tienen vino».

Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, fecundos y alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Hagamos con ella el itinerario de Caná.

María está atenta en esas bodas ya comenzadas, es solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros. Y por eso se da cuenta de la falta de vino. El vino es signo de alegría, de amor, de abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus casas hace rato que ya no lo hay. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta cuándo el amor se fue, se escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten dejados fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor cotidiano. También la carencia de vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, enfermedades, situaciones problemáticas que nuestras familias atraviesan. María no es una madre «reclamadora», no es una suegra que vigila para solazarse de nuestras impericias, errores o desatenciones. ¡María es madre!: Ahí está, atenta y solícita.

Pero María acude con confianza a Jesús, María reza. No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las manos de Dios. Su premura por las necesidades de los demás apresura la «hora» de Jesús. María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz. Ella que supo «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium, 286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el corazón, nos enseña a dejar nuestras familias en manos de Dios; rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que nuestras preocupaciones son también preocupaciones de Dios.

Rezar siempre nos saca del perímetro de nuestros desvelos, nos hace trascender lo que nos duele, nos agita o nos falta a nosotros mismos y ponernos en la piel de los otros, en sus zapatos. La familia es una escuela donde la oración también nos recuerda que hay un nosotros, que hay un prójimo cercano, patente: vive bajo el mismo techo, comparte la vida y está necesitado.

María, finalmente, actúa. Las palabras «Hagan lo que Él les diga» (v. 5), dirigidas a los que servían, son una invitación también a nosotros, a ponernos a disposición de Jesús, que vino a servir y no a ser servido. El servicio es el criterio del verdadero amor. Y esto se aprende especialmente en la familia, donde nos hacemos servidores por amor los unos de los otros. En el seno de la familia, nadie es descartado; allí «se aprende a pedir permiso sin avasallar, a decir “gracias” como expresión de una sentida valoración de las cosas que recibimos, a dominar la agresividad o la voracidad, y a pedir perdón cuando hacemos algún daño. Estos pequeños gestos de sincera cortesía ayudan a construir una cultura de la vida compartida y del respeto a lo que nos rodea» (Laudato si’, 213). La familia es el hospital más cercano, la primera escuela de los niños, el grupo de referencia imprescindible para los jóvenes, el mejor asilo para los ancianos. La familia constituye la gran «riqueza social», que otras instituciones no pueden sustituir, que debe ser ayudada y potenciada, para no perder nunca el justo sentido de los servicios que la sociedad presta a los ciudadanos. En efecto, estos no son una forma de limosna, sino una verdadera «deuda social» respecto a la institución familiar, que tanto aporta al bien común de todos.

La familia también forma una pequeña Iglesia, una «Iglesia doméstica» que, junto con la vida, encauza la ternura y la misericordia divina. En la familia la fe se mezcla con la leche materna: experimentando el amor de los padres se siente cercano el amor de Dios.
Y en la familia los milagros se hacen con lo que hay, con lo que somos, con lo que uno tiene a mano… muchas veces no es el ideal, no es lo que soñamos, ni lo que «debería ser». El vino nuevo de las bodas de Caná nace de las tinajas de purificación, es decir, del lugar donde todos habían dejado su pecado… «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). En la familia de cada uno de nosotros y en la familia común que formamos todos, nada se descarta, nada es inútil. Poco antes de comenzar el Año Jubilar de la Misericordia, la Iglesia celebrará el Sínodo Ordinario dedicado a las familias, para madurar un verdadero discernimiento espiritual y encontrar soluciones concretas a las muchas dificultades e importantes desafíos que la familia debe afrontar en nuestros días. Les invito a intensificar su oración por esta intención, para que aun aquello que nos parezca impuro, nos escandalice o espanta, Dios –haciéndolo pasar por su «hora»– lo pueda transformar en milagro.

Todo comenzó porque «no tenían vino», y todo se pudo hacer porque una mujer –la Virgen– estuvo atenta, supo poner en manos de Dios sus preocupaciones, y actuó con sensatez y coraje. Pero no es menor el dato final: gustaron el mejor de los vinos. Y esa es la buena noticia: el mejor de los vinos está por ser tomado, lo más lindo, profundo y bello para la familia está por venir. Está por venir el tiempo donde gustamos el amor cotidiano, donde nuestros hijos redescubren el espacio que compartimos, y los mayores están presentes en el gozo de cada día. El mejor de los vinos está por venir para cada persona que se arriesga al amor. Y está por venir aunque todas las variables y estadísticas digan lo contrario; el mejor vino está por venir en aquellos que hoy ven derrumbarse todo. Murmúrenlo hasta creérselo: el mejor vino está por venir, y susúrrenselo a los desesperados o desamorados. Dios siempre se acerca a las periferias de los que se han quedado sin vino, los que sólo tienen para beber desalientos; Jesús siente debilidad por derrochar el mejor de los vinos con aquellos a los que por una u otra razón, ya sienten que se les han roto todas las tinajas.

Como María nos invita, hagamos «lo que él nos diga» y agradezcamos que en este nuestro tiempo y nuestra hora, el vino nuevo, el mejor, nos haga recuperar el gozo de ser familia. Así sea.

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