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¿Qué tiene de especial una representación artesanal del pesebre de Belén, lugar en el que, narra la Escritura, nació el Salvador del mundo? ¿Cuál es el afán que nos mueve cada fin de año a buscar todas las formas posibles, aun las más extrañas, para hacer dicha escenografía?

Lo que pareciera ser simplemente un lugar para congregar niños y cantar villancicos alrededor del pequeño Redentor, no es otra cosa que la actualización de lo que significa una familia contemporánea.

Obviamente que tal actualización nada tiene que ver con la presencia de animales alrededor de la cama del parto pero sí con la manifestación del amor de Dios en todas las condiciones extremas de la vida humana.

Lo que un pesebre o Belén representa, los sentimientos que suscita, las personas que reúne y la bondad que genera no queda circunscrita a la emoción de pensar lo que pudo haber sido aquella noche en que bajo las condiciones más adversas, el Rey del mundo, el dueño de todo, haya nacido como un desposeído total. Este pesebre es un signo en el que Dios manifiesta su amor por todos.

Esta tradición católica, de origen medieval, nos vuelca sobre el sentido de la familia y del amor en la adversidad. Allí, donde el amor se ve amenazado por la pobreza, donde las condiciones insalubres atentan contra la vida y el desprecio de los demás se vuelve una afrenta contra toda dignidad humana, es donde Dios hace presencia para decirnos: “aunque tu padre y tu madre te abandonen, yo nunca te abandonaré”.

En un mundo en el que la comodidad y el placer están por encima de cualquier otro bien, es necesario recordar una familia de este estilo que se vuelve envidiable, por el amor divino y humano que se respira en el ambiente.

La conservación de esta bella tradición, muy por encima de cualquier otra que se nos haya impuesto por culturas no cristianas o por el comercio mismo, ha de guardarse celosamente en el seno de cada hogar que quiera vivir la experiencia de la misericordia de Dios. 

Un padre sin nada pero con una gran esperanza y una mujer con un “sí” irrevocable a la voluntad de Dios se enfrentan a la dureza de las condiciones de vida pero entienden perfectamente que el Creador nunca les abandonará.

Nada tienen, todo es prestado, sólo el calor de sus propios cuerpos los acompaña pero eso les hace poderosos; no como los poderosos del mundo sino como los que han descubierto que la mayor riqueza y poder es un corazón que sabe amar. De esos que saben que el dinero construye un poder tan endeble como él mismo y un afecto tan fugaz como el brillo que el oro refleja ante la luz del sol.

El pesebre de Belén no es una remembranza a un acontecimiento lejano en la historia sino que es la escenificación de nuestro propio hogar puesto que es allí donde se manifiesta el Salvador, donde con su llanto infantil rompe el bullicio de nuestras falsas alegrías, donde nos ayuda a comprender que no hay Navidad sin Salvador, ni familia que subsista sin Cristo.

Armar un pesebre en casa nos permite aterrizar nuestra propia familia, cultivar el amor verdadero y luchar para que ni la alegría o el dolor puedan opacar la felicidad de un hogar en el que Dios es soberano de todo.

Ese simbólico escenario es una escuela de perdón, de amor, de esperanza, de un “volvamos a comenzar cada día”, porque la vida nueva siempre trae esperanzas consigo.

Pero este pesebre nos vuelca también a esas otras familias: las desplazadas, las que duermen bajo una tienda de campaña donada por organizaciones que ayudan a los que huyen de la violencia, a los que pasan hambre, a los que sólo vencerán si en medio de su desposeimiento saben guardarse en el amor.

De ella no pueden desentenderse ni los soberanos (Magos de oriente) ni los humildes (pastores); ni los que odian la vida naciente (Herodes) ni los que las guardan bajo sus alas (ángeles); ella está en el centro de la sociedad y de todas las culturas de la tierra y quien quiera sobrevivir en medio de un mundo que compite cada vez más por el placer de vivir con placeres, debe refugiarse en la fortaleza de su amor.

Tenemos una deuda con nuestros antepasados, con nuestra familia, con nuestra fe. Que no falte en ninguna familia católica este pequeño escenario que nos hace pensar en el perdón y el amor mutuos.

Vía Aleteia 

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