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Cada vez escribimos menos a mano, algo que nos está haciendo abandonar ciertas costumbres cognitivas y conductuales.

Saben mis estudiantes de segundo de la ESO (niños y niñas de entre doce y catorce años) que cuando entro al aula, para impartir Educación en Valores Cívicos y Éticos, han de retirar todo dispositivo tecnológico de sus mesas. Este ritual, que al comenzar el curso les resultaba extraño, lo llevan ahora a cabo con una suerte de solemnidad que me ha hecho reflexionar mucho sobre las distintas configuraciones actuantes que los humanos ponemos en práctica, y que, a su vez, estas configuraciones dependen muy estrechamente de los instrumentos con los que –o a través de los cuales– tenemos que actuar.

Nuestro entorno, lo que tenemos a la mano, ya nos da o nos arrebata por adelantado ciertas posibilidades de acción. Las acota y delinea e incluso las determina y dirige. El contexto del que nos rodeamos (y del que nos hacen rodearnos), ya sea en espacios cerrados o en las calles de nuestras ciudades, no resulta baladí, neutro ni inocente.

La trama de nuestras acciones se configura desde un entorno establecido, que a su vez prefigura nuestras posibilidades agentes. Si no hay bancos para sentarse en nuestros núcleos urbanos, estaremos condenados a ser meros transeúntes y consumidores; si, por el contrario, podemos detenernos a descansar y observar, nuestra visión del mundo, y por tanto nuestra disposición con respecto a él, se verá modificada: dejamos de vagar para poder contemplar.

Lo mismo sucede en un aula: un estudiante acostumbrado a la continua excitación visual de una pantalla normaliza –y demandará en todos los ámbitos de su vida– esa hiperestimulación que considera una característica habitual y exigible en el mundo; si se le habitúa, en contraste, a otras cadencias y ritmos visuales, táctiles y sonoros, logrará aceptar con el tiempo que existen distintos órdenes en la vida y que no todos ellos son susceptibles de verse invadidos por las vertiginosas y absorbentes cadencias digitales.

Mis clases en dicha asignatura guardan siempre la misma estructura: planteo y desarrollo una breve exposición sobre un tema relacionado con la asignatura (la justicia, la verdad, las redes sociales y la cultura digital, el bien o el mal, la ley y el Estado, el arte, la belleza, etc.); a continuación doy la palabra a mis estudiantes para que expresen públicamente, y de manera compartida con sus compañeros, lo que les ha sugerido mi explicación y, finalmente, en los últimos diez o doce minutos de clase, les invito a escribir a mano sus reflexiones finales sobre el asunto tratado. Me las entregan, las leo con ávida curiosidad, las corrijo en lo ortográfico y se las devuelvo en la siguiente sesión con algún comentario que estimule su inteligencia para explorar nuevos horizontes de sentido y de acción.

A nadie se le escapa, por evidente, la constatación de que cada vez escribimos menos a mano, y este olvido, esta negligencia por nuestra parte, nos está haciendo abandonar ciertas costumbres cognitivas y conductuales asociadas plenamente a esta actividad milenaria: la conexión entre nuestra mano y nuestra mente, la lentitud en los tiempos que precisan ciertas acciones, la bella y sugerente obligación de hacerse entender por el otro, el recuerdo de que al otro lado de nuestro mensaje hay un receptor que desea comprendernos. Nos acostumbramos a los órdenes digitales y automatizamos procesos que, a su vez, mecanizan todos los ámbitos de nuestra vida.

 

 

Nos acostumbramos a los órdenes digitales y automatizamos procesos que, a su vez, mecanizan todos los ámbitos de nuestra vida.

Tal es nuestra desmesurada adicción a las pantallas que cada vez está más normalizado el uso de tablets digitales que imitan la escritura a mano con cada vez mayor precisión. El dilema antropológico que se esconde tras esta normalización es que nos sentimos impelidos a ejecutar nuestras biografías mediante el uso desmedido de las pantallas: hemos mediatizado nuestro contacto con el mundo, cada vez más indirecto. Cada vez más simulado. Todo es «como si», pero sin serlo.

No debemos engañarnos: quienes aseguran que en colegios e institutos ha de enseñarse la omnipresente, institucionalizada y manoseada «competencia digital» a nuestros niños y niñas olvidan flagrantemente que el empleo de la tecnología no es en absoluto neutro, que el hecho de ponerse delante (o detrás) de una pantalla brinda ya, de antemano, unas posibilidades muy determinadas de dirigirse al –y de tratar con el– mundo.

Ver el mundo desde una pantalla no es ver el mundo. Ver el mundo desde una pantalla supone filtrarlo con numerosas anteojeras ideológicas que precisamente nos quieren siempre enganchados a los ritmos propios de las pantallas: entretenimiento continuo (que abotarga e incluso entristece a nuestros chavales, agotados por la ingente hiperestimulación a la que son sometidos), gratificación inmediata e imposibilidad de dilatar el lapso que media entre la aparición del deseo y su satisfacción. Todo se desliza, todo fluye, todo corre sin pausa ni fin, como el scrolling infinito.

El campo antropológico de niños, niñas y adolescentes queda así sembrado para que sean futuros adultos abatidos y frustrados, porque la vida, sencillamente, está expuesta al error, al hueco y a la grieta, es decir, al final, al fracaso, al duelo, a la decepción, y nuestros jóvenes están siendo deliberadamente desentrenados en este arte de existir en el claroscuro.

De igual forma, se ha estandarizado la utilización del pérfido término «nativos digitales» para referirse a las nuevas generaciones, sin caer en la cuenta de que, con ello, los condenamos a vivir –o a simular– su vida desde unas coordenadas determinadas, las del entorno digital, que requiere de nosotros (de ellos), como medida totalitaria, una permanente disponibilidad que acaba con nuestras (y con sus) reservas de asombro y curiosidad, y que nos (y que los) sume en una extenuante vorágine estimular a la que estamos (y están) enganchados como si de una droga química se tratara.

La grave dificultad con la que aquí topamos es que, en cuestión de pantallas, no existe una dosis que nos alivie: la dosis es, sencillamente, vivir siempre enganchados. Y lo que es aún más preocupante: esta adicción supone, a la vez, un aleccionamiento o adoctrinamiento continuos bajo capa de dulzona distracción y permanente placer: publicidad, algoritmos, vigilancia. Se trata de una tiranía que se propaga por cauces invisibles (el brain hacking) en nombre del entretenimiento y, lo más preocupante, en nombre de la libertad.

La escritura a mano detiene estos tiempos acelerados y enloquecidos, permite arrinconar la fiebre devoradora que nos impele a buscar nuevas distracciones a cada instante.

La escritura a mano detiene estos tiempos acelerados y enloquecidos, permite arrinconar la fiebre devoradora que nos impele a buscar nuevas distracciones a cada instante y nos concede reconectar nuestras manos con nuestra psique, es decir, nos permite reconocer que nuestro cerebro es capaz de dominar nuestro cuerpo, un proceso olvidado en tanto que es el automatismo del cuerpo, enganchado a los dispositivos digitales, el que no permite detenernos a reflexionar sobre qué actividad estamos llevando a cabo y por qué. Hemos dejado de poder pensar. Y lo estamos consintiendo.

En definitiva, y en virtud de sus compases más sosegados, que requieren una alta dosis de atención y concentración –que en el entorno digital quedan por lo general dispersadas e incluso anuladas–, la escritura a mano posibilita que podamos reencontrarnos con nuestra capacidad de elegir. Es esta la única libertad que deberíamos enarbolar: la de contar con las posibilidades para decidir qué queremos hacer. Para autodeterminarnos.

Por eso, en colegios, institutos y universidades sería muy valioso recuperar –y convertir en disidente y bello ejercicio de resistencia– la escritura a mano, que nos puede blindar frente a las edulcoradas dinámicas del entorno digital. Escribir a mano es una trinchera de libertad y, por tanto, una escuela en y desde la que aprender que todo totalitarismo comienza cuando hemos olvidado o, mejor sería decir, cuando nos han hecho olvidar nuestra más valiosa potencia (política, antropológica, social, etc.): poder y querer decidir en qué queremos emplear nuestro tiempo.

 

 

Escrito por: Carlos Javier González Serrano, vía ethic.

 

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