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La decisión de estar en un estado de inocencia es solo nuestra, y que nos saquen de allí también.

 

Esta fue la pregunta que abrió mis ojos un día de fin de semana. Era mi hijo que va a cumplir once. Me quedé pensando qué responder y opté por decir que la inocencia se pierde cuando dejamos de sorprendernos. Desde ese día, he estado pensando en esa pregunta, esto me llevó una vez más a leer para poder escribir no solo desde la experiencia.

¿Sabían ustedes que inocencia en el diccionario de la Real Academia Española (RAE) se define como: “Estado del alma limpia de culpa (…) candor, sencillez?” ¿Sabían que desde el latín esta palabra significa incapaz de producir daño? Así comprendí por qué se dice que los niños son inocentes. Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿solo los niños son capaces de no producir daño?

Desde el latín esta palabra significa incapaz  de producir daño, pero ¿solo los niños son capaces de  no producir daño?

Creo que cualquier persona que esté conectada con el amor de Dios Padre o el sano amor propio, es decir, cualquier persona que se haya preocupado de vivir sanamente, curando las heridas naturales, normales y necesarias del dolor de crecer, es capaz de vivir procurándose bienestar y emanándolo a su alrededor. Bajo esta perspectiva, la inocencia solo se perdería al causar daño a sí mismo o a los demás.

 

¿Cuándo nos hacemos daño?

Podríamos responder de muchas maneras y con base en varias teorías, pero prefiero ser más precisa y responder desde lo que veo en mis consulta, en clases con los chicos y en el entorno cercano. Nos hacemos daño cuando desconfiamos, cuando preferimos temer a confiar y entonces perdemos la oportunidad de vivir y crecer, nos lastimamos cuando por temor a la crítica nos endeudamos por comprar objetos innecesarios que puedan dar un “valor” a quien somos. Cuando por permanecer en el grupo, permitimos actos que quitarán la confianza a otro ser, o cuando actuamos en contra de lo que creemos, nos lastimamos cuando aceptamos palabras que nos duelen, con tal de estar acompañados, y entonces caemos en un papel de víctima, de creer que lo que nos pasa es lo que nos debe pasar y que hemos venido a este mundo porque es un calvario. En estos momentos, perdemos también la inocencia porque pensamos en lo malo que son los otros o qué somos nosotros para merecer “lo malo” que nos pasa.

Pero, como la inocencia es un estado, siempre podemos recuperarla; es decir, siempre podemos volver a creer en nosotros, en el mundo, en el amor. Podemos elegir ser co-creadores de nuestra vida, pensando en el infinito amor del que provenimos, como motor para nuestro amor propio. Nos curamos cuando decidimos probar salir solos a ver una película o a estar con nosotros, también cuando decidimos perdonar a aquellos que no actuaron desde el amor, incluyéndonos a nosotros mismos en esa lista. Nos curamos cuando decidimos darnos una segunda oportunidad para dejar que la vida nos sorprenda y para decidir sorprendernos.

Es que la decisión de creer, de estar en un estado de gracia o de inocencia es solo nuestra y que nos saquen de allí también es nuestra decisión. No importa por qué optamos por ella, pero sí importa aprender de esa experiencia.

Al final del día, la inocencia entendida como un estado sin culpa o como candor y sencillez solo se pierde cuando decidimos quedarnos fuera de ella y no dejarnos sorprender, cuando decidimos no aprender de ese habernos ido y quedarnos pensando en lo malo que es el mundo. Bajo esta perspectiva, cuando decidimos seguir amando, sorprendiéndonos, viviendo sin temores, somos un poco niños y guardamos la edad de la inocencia en nuestro corazón. Es importante decir que desde este planteamiento no existe el bien y el mal, solo el amor y desamor. ¿Dónde se ubica usted?

 

Por: Ma. del Carmen Rodrigo
Psicóloga Clínica
mariadelcarmenrodrigoh@gmail.com

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