Soy ciega de nacimiento, te explico cuál es la verdadera inclusión y por qué el mundo tiene sed de empatía. ¡Lee y comparte!
Es muy probable que en los últimos años, muchos de ustedes hayan oído hablar de inclusión:
Inclusión de las personas pobres, de quienes pertenecen a una minoría étnica o cultural, de todos aquellos que, en definitiva, son percibidos por la sociedad como «diferentes» y por ello marginados de muy diversas formas.
De los canales habituales de participación a diferentes niveles (educativo, laboral, de acceso a la información y la cultura, recreativo, vincular…).
En este artículo, sin embargo, me propongo poner el foco en lo que se refiere a las personas con discapacidad, apelando a los más de 30 años de trabajo profesional con que cuento en esta área. Pero sobre todo a mi experiencia en carne propia y viva como mujer ciega desde mi nacimiento.
El término de inclusión
Inclusión es el término internacionalmente correcto para referirse hoy a las políticas públicas y acciones particulares que abarcan a colectivos tales como el de las personas con discapacidad.
Se ha seleccionado después de haberse utilizado otros tales como «ayuda», «protección», «integración», «equiparación».
Pero al igual que en otros casos, no alcanza con un cambio de palabras, para tornarlas eventualmente más amables y políticamente correctas, sino que este cambio terminológico intenta reflejar una evolución conceptual de mayor importancia.
Hay que ir de una perspectiva médica a una social
En primer lugar, implica mover el foco desde una perspectiva médica a otra social. Es decir, aunque esto todavía no resulte claro para muchos, dejar de considerar a la discapacidad como una enfermedad, para entenderla como una condición social.
Esto tiene algunas consecuencias interesantes en la práctica, porque si una persona está enferma, es necesario tomar acciones a fin de lograr su curación, recuperar la salud o revertir un proceso patológico.
Sin embargo, ante una persona con discapacidad, el Estado, la sociedad y ella misma, necesitarán tomar medidas con el objeto de garantizar el acceso igualitario a todos los canales y mecanismos de participación.
Las barreras
En segundo lugar, la discapacidad como tal, sin desconocerse ni mucho menos, adquiere su carácter de limitación no exclusivamente en función de la deficiencia física, sensorial o intelectual existente, sino sobre todo en proporción directa a las barreras que hay en diversos aspectos.
La sociedad no consigue eliminar e incluso, en muchas ocasiones, ni siquiera percibe como tales. A consecuencia de este nuevo paradigma, ya no se supone (o no se debería suponer) como antaño, que la persona con discapacidad tiene que adaptarse, con esfuerzos a menudo tan enormes como infructuosos, a las condiciones y reglas de una sociedad mayoritaria a la que «debe» integrarse como mejor pueda.
Por el contrario, desde esta perspectiva de inclusión se requiere ahora que la sociedad se abra, escuche, acoja, contenga.
Reconozca y derribe barreras, deje de marginar, incluya a quienes, recíprocamente, podrán así convertirse en ciudadanos activos, con todas las posibilidades, derechos y obligaciones que se derivan de ello.
¿Cuándo nos sentimos aislados y excluidos?
Más allá de estos conceptos generales, necesarios para comprender bien de lo que estamos hablando y ojalá útiles para repensar algunas ideas erróneas con las que nos hemos acostumbrado involuntariamente a convivir, quizás una forma más clara y vívida de entender la inclusión, puede venir de la mano de tomarnos un momento para pasar por nuestro corazón.
Para pensar en qué formas cotidianas una persona con discapacidad se siente aislada de sus pares humanos y por lo tanto excluida. Veamos solo algunos ejemplos:
- Se hace referencia a nosotros por nuestra discapacidad, en lugar del nombre o forma corriente en que se hablaría de cualquier otra persona: «la ciega», «la sorda», «la tonta», «la de la silla de ruedas», «la pobrecita»…
- También se habla de nuestra discapacidad con eufemismos destinados a negar lo innegable: «no-vidente», «capacidades diferentes», «ángel lleno de afectividad»…
- Se evitan palabras de uso corriente eventualmente asociadas a nuestra deficiencia, por el temor infundado a lastimarnos.
- El término «ver» cuando se habla o escribe a una persona ciega es un caso muy típico en este sentido. Si hablamos de una peli o serie que estamos viendo, es genial, porque del mismo modo suelo referirme yo a las que estoy siguiendo en Netflix.
Si al despedirnos me dices «nos vemos», ¡no te apenes ni te asustes ni te agarres la cabeza! —sí, lo sé aunque no te vea—.
Porque yo te entiendo, porque todos decimos «nos vemos» para compartir el deseo de encontrarnos pronto con alguien, y no que lo vamos a mirar nuevamente en algún momento.
¿Cuál es el problema? Tranquilo, que yo me estoy riendo por dentro al verte en apuros, y si te conozco poco, no te digo nada para que no te sientas más incómodo todavía.
Probablemente te responderé también con un «nos vemos» y una amplia sonrisa «súper casual», confiando en que eso te devolverá la calma innecesariamente perdida.
¿Qué otras cosas vivimos en el día a día?
Ten presente:
Se nos toca, agarra, empuja… sin haberlo solicitado ni permitido.
No se respeta nuestra privacidad: se eliminan distancias socialmente muy claras respecto de cualquier otra persona.
Y el acercamiento físico no solicitado ni autorizado se transforma o complementa con preguntas íntimas a viva voz sobre si tenemos pareja, si vivimos solos o acompañados, cómo hacemos tal o cual cosa…
Se le habla a la persona que nos acompaña, en vez de a nosotros. En un comercio, en la calle, en cualquier trámite o gestión particular o institucional.
Parece asumirse que nunca vamos de paseo por la calle con nuestra pareja, un amigo o amiga, sino que solo vamos acompañados porque necesitamos cuidadores.
Se nos mira con lástima o admiración fundadas en nuestra discapacidad, o se nos atribuyen defectos o cualidades «sobrenaturales» por la misma causa.
Se nos otorga un trato infantil, sobreprotector o condescendiente. A menudo bien visible a través del uso de diminutivos y tonos nada usuales para tratar a desconocidos sin discapacidad:
«Quédese quietita acá, que yo lo hago», a una abogada con discapacidad que entra en un juzgado a poner o responder una demanda, o a un tribunal para participar en un juicio.
Se nos torna invisibles por miedo, prejuicios o indiferencia.
También se traslada a otras personas nuestra autonomía y responsabilidad por la propia vida.
Se presume lo que necesitamos o se ignoran nuestros deseos.
También se toman decisiones por nosotros o se nos imponen condiciones de vida basadas en una supuesta protección.
Cuando en realidad tales condiciones tienen como base el prejuicio y por objetivo la comodidad de quienes esto hacen.
Se nos trata como una carga o una especie de «mal inevitable» con el que hay que lidiar.
La exclusión duele y lastima
Creo que la gran mayoría de las personas con discapacidad sabemos y damos por descontadas las buenas intenciones de quienes actúan, a menudo sin siquiera darse cuenta, en las formas descritas más arriba.
Pero, comoquiera que sea, la exclusión duele y lastima. Genera en quien la padece, ira, angustia, tristeza y extrañamente también culpa y vergüenza.
Y no todas las personas —con y sin discapacidad— tenemos la misma fortaleza para mantener la paz y la serenidad que hacen falta para procesar estas emociones tan intensas y negativas.
¿Qué papel juega la empatía en todo esto?
Cuando con la mejor intención ayudamos o creemos ayudar a otro, cuando tomamos decisiones en función de lo que pensamos que ese otro merece o necesita, habitualmente lo hacemos con base a lo que los psicólogos llamamos empatía:
En simple y claro castellano: la posibilidad y disponibilidad para colocarnos en el lugar del otro, de sentir con el otro.
En un mundo que atenta permanentemente contra esta capacidad tan humana y nos propone con insistencia y antes que ninguna otra cosa resguardarnos, asegurarnos, encerrarnos, desconfiar.
Yo no quisiera que, a través de los ejemplos de exclusión cotidiana mencionados, ustedes entendieran que estoy agregando aún más precauciones, temores y bloqueos. No.
Muy por el contrario, lo que intento es ir al rescate de esta capacidad empática, pero de una manera consciente y constructiva para todos.
¿Qué puedo hacer desde el lugar en el que estoy?
Si tienes un familiar, un compañero de trabajo, un vecino, un pasajero habitual en el mismo tren, metro o autobús… en fin.
La próxima vez que te encuentres con una persona con discapacidad, trata de no imaginar cómo te sentirías tú si tuvieras las mismas limitaciones que él o ella.
O, si no puedes evitarlo, dedica un breve tiempo a esos pensamientos y luego, recuerda que ponerse en el lugar del otro no equivale a ocuparlo, usurparlo.
Por lo tanto, tú no sabes qué es lo que esa persona quiere y necesita. Aunque creas sinceramente y con total seguridad que sí lo sabes porque claro, es lo que tú mismo necesitarías si no pudieras ver, caminar u oír.
La persona con discapacidad ha pasado por un duro proceso de duelo, reconstrucción y en muchos casos, de rehabilitación que ha modificado la perspectiva que ella misma tenía de su propia discapacidad antes de adquirirla.
Tú, afortunadamente, no has pasado por estas vivencias, pero todavía tienes algo mejor para relacionarte con esa persona con discapacidad: la condición humana que ambos comparten.
Pregúntate lo siguiente
Piensa entonces más bien si la ayuda que vas a dar, si las palabras o el silencio que vas a asumir, te ayudarían, te gustarían, te harían sentir mejor a ti mismo.
Pero tal como eres ahora, en tu situación actual. Simplemente pregúntale con honestidad y sin miedo si necesita ayuda o alguna otra cosa y en tal caso, cómo proporcionársela.
Miremos a Jesús, modelo y guía, según lo que nos cuenta Mateo en el capítulo 20,29-34 en un relato recogido con ligeras diferencias por tres de los cuatro Evangelistas:
«Cuando salieron de Jericó, mucha gente siguió a Jesús. Había dos ciegos sentados al borde del camino y, al enterarse de que pasaba Jesús, comenzaron a gritar: ‘¡Señor, Hijo de David, ten piedad de nosotros!’.
La multitud los reprendía para que se callaran, pero ellos gritaban más: ‘¡Señor, Hijo de David, ten piedad de nosotros!’. Jesús se detuvo, los llamó y les preguntó: ‘
¿Qué quieren que haga por ustedes? Ellos le respondieron: ‘Señor, que se abran nuestros ojos’. Jesús se compadeció de ellos y tocó sus ojos. Inmediatamente, recobraron la vista y lo siguieron».
Digamos como Jesús: ¿Qué puedo hacer por ti?
Él, que sin duda sabía lo que esas dos personas implorantes necesitaban, Él que lo sabe todo, les pregunta qué puede hacer por ellos, preservando activamente su autonomía, su espacio de libertad, su dignidad.
Las personas con discapacidad no queremos ni necesitamos ser objeto de protección, ayuda ni lástima. Nosotros queremos y necesitamos lo mismo que cualquier ser humano:
Deseamos fundamentalmente ser queridos, aspiramos a decir lo que pensamos, expresar lo que sentimos, gozar de nuestros derechos y cumplir las obligaciones que hayamos asumido. Tomar nuestras propias decisiones y, en resumen, ser sujetos activos de nuestra vida.
No hablemos de «ellos», hablemos de nosotros
Como señaló este 3 de diciembre de 2020 el papa Francisco, en su mensaje con motivo del Día Mundial de las Personas con Discapacidad instituido en 1992 por la Asamblea General de Naciones Unidas:
«…las personas con discapacidad, tanto en la sociedad como en la Iglesia, piden convertirse en sujetos activos de la pastoral y no solo en destinatarios”.
Y añadió: «Espero que en las comunidades parroquiales sean cada vez más, las personas con discapacidad que puedan convertirse en catequistas, para transmitir la fe de manera eficaz, también con su propio testimonio».
Porque, concluyó: «El objetivo está en que lleguemos a dejar de hablar de ‘ellos’ y lo hagamos solo de ‘nosotros».
La empatía consciente y bien entendida amplía a mi juicio y lleva mucho más lejos el concepto de inclusión y lo reedita en clave de afecto, de humanidad, de respeto y cuidado amoroso recíproco.
Como afirmó el papa francisco, entonces Cardenal Bergoglio en la Asamblea de Cáritas Argentina en 2009:
«Cuando vos entrás en esta dinámica de conversión interior, de cambio de estilo de vida, de cercanía y solidaridad a la carne de tu hermano.
Cuando no te avergüezas de la carne de tu hermano, entonces se te amplía el horizonte y se te manifiesta el rostro de Jesucristo».
Escrito por: Norma Toucedo, vía Catholic-Link.
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