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Te encuentras cara a cara con tus miedos y limitaciones y aprendes a conocerte.

“¡Estás loco!, ¿vas a caminar cinco días solo?” -muchos me preguntaban extrañados. “No voy solo, el grupo es grande. Pero, aún no nos conocemos”, replicaba siempre entre risas y sin saber que no me alejaba casi nada de la realidad.

Antes de salir investigué y leí mucho sobre el camino. Sitios web recomendaban entrenar con meses de anterioridad, otros hablaban de lo indispensable que debes llevar contigo, y estaban los más completos con mapas y tips en cada pueblo que cruzas.

En resumen: Leí mucho, apliqué poco. Mi maleta terminó pesando 12 kilos. ¡Estaba emocionado! qué más les puedo decir. Mi recomendación más grande es cargar el menor peso posible y llevar muchas ganas.

Lo mínimo que uno debe recorrer a pie para poder obtener la Compostela (certificado gratuito que expide la Iglesia por haber peregrinado) al final del camino, son 100 kilómetros para quienes van a pie o 200 en bici o a caballo. Yo partí desde Sarria, a 116 kilómetros (km) de Santiago. Todo peregrino debe llevar consigo una especie de pasaporte que sellan en bares, tiendas, iglesias y hostales a lo largo del camino. Es la prueba de los kilómetros recorridos y con ello obtienes la Compostela en Santiago.

Empieza la aventura

El día estaba muy nublado, pero a medida que caminaba empezó a despejar. El camino tiene de todo: campos de girasoles, planicies con cultivos, riachuelos, pendientes, bosques inmensos y tenebrosos como las ‘pelis’ de terror, animales y más. Las moras se ven a lo largo de todo el camino y me divertía comerlas de vez en cuando.

Valerie y Nico, su hijo, junto a Marcos, Mari Carmen y su perrita Lola.

A una hora de caminar me reencontré con Valerie y Nico, su hijo de diez años. Los conocí a la salida de Sarria tomando café y ahora iban acompañados de Marcos, Mari Carmen y su perrita Lola. Desde ese punto, ellos se convirtieron en mi familia del camino.

Mari Carmen pasó por una fuerte pulmonía meses atrás. Sin embargo, estuvo fuerte y decidida a caminar. Marcos, enérgico e hiperactivo era el que nos hacía reír hasta las lágrimas y el soporte de Mari Carmen. Dicen que si sobrevives el camino con tu pareja, es amor de verdad. Pues ellos lo pasaron con honores.

23 km adelante nos esperaba, tras un puente que cruzaba un gran río dorado por el sol, la población de Portomarín. Llegué casi arrastrándome, a buscar sitio donde pasar la noche. Los hombros me dolían, no los podía ni mover y los pies los tenía un poco agrietados. Los hostales son baratos y muy recomendables, conoces gente nueva y compartes experiencias.

En el recorrido se atraviesan varios pueblos, cada uno con sus mejores paisajes.

A la mañana siguiente dejé todo lo que pude junto con una nota a Mar, la dueña del hostal: “Para quien lo necesite”. Estaban los mapas de las páginas web, mi bolsa de dormir, agua oxigenada, alcohol para heridas, entre otras ‘cosillas’.  Mi cuerpo agradeció esos dos kilos menos que cargar.

Muchos peregrinos madrugan para evitar el sol y en ocasiones la lluvia. Ellos salían a las 5:30 o 6:00. Nosotros desayunábamos un poco más tarde y a las 8:00 estábamos en marcha. El segundo día caminamos 25 km hasta Palais de Rei, con un buen ritmo y mucha alegría.

No hay cruz que no podamos cargar

Nuestro siguiente destino estaba a 29 km de distancia. Los primeros 10 km ni los sentí, pero a las 10:30 al sol le dio por ver en qué andábamos y no nos quitaba la vista de encima. Todo se complicó un poco, pero siempre se vive la solidaridad y palabras de aliento entre peregrinos. Cada quien camina a su ritmo y siempre te desean “buen camino”.

Con el estómago lleno, seguimos nuestro camino a través de montañas y pequeñísimos pueblos de hasta 15 habitantes. El problema es que, como dice Marcos “se aplica la ley del judío, siempre después de comer hace frío”. La madre naturaleza le puso un poco de picante al asunto: ¡empezó a llover!

No era esa lluvia refrescante o por lo menos cálida, sino un torrencial de gotas heladas que conspiraban en nuestra contra junto a una brisa glacial. Yo, como me preparé tan bien (¡ja!), no llevaba impermeable, pero mi maleta sí. Caminé 6 km y tuve que desprenderme del grupo para llegar antes de pescar un resfriado que nunca llegó –gracias a las oraciones de mi madre nuevamente.

Con una maleta y muchas ganas por delante los peregrinos inician el Camino de Santiago.

Una vez en Arzúa, fui por un impermeable a la primera tienda que vi. Logré conseguir la última plaza de un hostal. Existen privados y públicos con cuartos compartidos en donde la estadía por noche no supera los 15 euros.

Hay quienes caen en la tentación de enviar su equipaje en carro y caminar sin peso. Yo tenía en mente la frase: “Dios nunca nos pone una cruz que no podamos cargar”.

Sin la adrenalina de la caminata y con el cuerpo frío, los dolores aparecieron: Gemelos, cuádriceps, espalda, hombros y las ampollas en los pies al rojo vivo. Lo bueno es que todos caíamos directo a los brazos de Morfeo sin esfuerzo y al día siguiente como si nada (esto era más mental que físico).

En nuestro cuarto día nos esperaban 20 km con pronóstico de lluvia en la tarde. Esta vez hicimos pocas paradas y mi grupo se me adelantó. Yo iba a paso lento por mis pies, pero contento y con un vendaje improvisado que cambiaba a diario. El tiempo a solas me sirvió para meditar y rezar. Conmigo llevé peticiones de familiares y amigos que solicité antes de partir y por las cuales pedía siempre antes de cada trayecto. El rezo del Rosario también me ayudó, aunque reconozco que era un desastre porque siempre me perdía y volvía a empezar.

Cada peregrino camina a su ritmo y siempre le desean «buen camino».

Arribé a O Pedrouzo con un poco de lluvia. Era domingo y fui a Misa, una muy especial. El párroco era argentino e hizo una oración por todos los peregrinos. “Aunque no creas en Dios, durante el camino percibes con gran fuerza su llamado”, digo.

A un paso de la meta

Llegó el último día y salimos con ánimo. Cada vez se veían más peregrinos llegando de otros caminos.

Recorrimos un promedio de 23.2 km en caminatas de entre 7 y 9 horas por día. Para llegar a Santiago debimos subir una colina en donde conocí a varias personas. Y es que conociendo otras realidades uno aprecia más lo que tiene.

Seguí con mi grupo estelar y al ver el primer letrero de bienvenida a la ciudad las fotos no podían faltar. Grupales, solas, selfies, etc. Entramos al casco antiguo guiados entre callejones estrechos por las flechas amarillas y demás peregrinos.

«Dios nunca nos pone una cruz que no podamos cargar», fue la frase que acompañó a este peregrino.

De repente, tras un arco con gaiteros gallegos y niñas bailando, nos esperaba la plaza central frente a la Catedral del Apóstol Santiago. ¡Lo logramos!

Mari Carmen no pudo contener las lágrimas de satisfacción, Marcos y yo hicimos diez flexiones de pecho con maletas puestas. Pero, ya no teníamos más maletas, sino kilómetros de alegrías, esfuerzos, amistad, risas e incluso peleas. La plaza nos aplaudió y sentí que todo lo valía por cada detalle que pude aprender de los demás. El abrazo grupal era inminente y lo valía todo: dolores, ampollas, el esfuerzo.

Entramos a la Catedral a darle su abrazo al Apóstol Santiago que resguarda todo desde lo alto y al día siguiente fuimos en carro a Finisterre (fin de la tierra). Allá los peregrinos se despojan de algo en señal de acción de gracias y lo queman. Yo quemé las peticiones ofrecidas durante el camino y deposité un nuevo propósito: Volver al camino, esta vez acompañado.

Por Juan Felipe Torres
Peregrino

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