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Me planteo esta pregunta cuando el país sigue inmerso en una crisis de alta criminalidad, corrupción, inestabilidad política y social.

Por generaciones crecimos aprendiendo enseñanzas básicas como “lo ajeno no se toca”, “al mentiroso se lo coge más rápido que al ladrón” y “la vida se respeta”. Es la tropicalización de la moral occidental, predominantemente judeocristiana: No robarás, no mentiras y no matarás. Ninguna sociedad moderna, al menos en papeles, negaría estas reglas elementales de la convivencia humana, independientemente de credo o cultura.

Pero ¿qué hay de la práctica, el día a día de nuestros pensamientos, palabras y acciones? Compramos camisetas no oficiales de la selección o de nuestro equipo favorito, nuestros hijos ven películas en sitios pirata, evadimos el pago de aranceles trayendo artículos por “couriers” informales. A alguien estamos robando, a veces a nosotros mismos.

Inventamos excusas cuando nos detiene un vigilante de tránsito, nos mostramos en redes sociales como no somos realmente, prometemos fidelidad pero pareciera que esto no aplica a nuestros perfiles digitales. Que mentimos no hay duda, pero se ha vuelto tan costumbre que ni nos damos cuenta.

Aprobamos matar niños inocentes en los vientres de sus propias madres bajo ciertas circunstancias, nos solidarizamos con quien se quiere suicidar por razones físicas o emocionales, vemos tantas noticias sobre sicariatos y homicidios que ya ni nos sorprende, peor nos duele.

 

 

Una sociedad que ha perdido la moral

La entonces Primera Ministra Británica Margaret Thatcher dijo en referencia a estos valores que “son infinitamente preciados, no sólo por ser verdaderos, sino que son el impulso moral que, por sí solo, nos puede alcanzar la paz que todos buscamos”. Esta cita presenta dos dilemas para la sociedad occidental actual: Se trata de verdades objetivas dadas por una moral absoluta, tan absoluta como las verdades científicas o matemáticas.

Pero el hombre de hoy se niega a aceptar una moral absoluta, porque se queda sin espacio para dar su propia opinión moral. Y, claro, si realmente dependiese de la opinión de cada uno, tendríamos una colección de 8 mil millones de morales diferentes. Inclusive la filosofía
aristotélica reconoce la necesidad de una moral absoluta contra la cual se pueda medir el
comportamiento del individuo.

Pero hoy en día no es posible ni mencionar la palabra moral sin ser tachados de anticuados o extremistas, como si la sola aceptación de una moral que no esté sujeta a las preferencias de cada uno fuese sinónimo de sumisión o hasta esclavitud. Cuando es todo lo contrario, la verdadera libertad nace del dominio de la propia voluntad, del auto control y el orden. El mundo nos dice que escojamos lo que nos haga sentir bien, que privilegiemos nuestros gustos por sobre nuestras responsabilidades. Nadie quiere medirse contra una verdad absoluta por el riesgo de quedarnos cortos, hemos preferido el relativismo por mucho tiempo y parece que ya estamos cayendo en una rutina de amoralidad en que nada es objetivamente malo y todo se justifica.

En una reunión reciente con otros padres de familia, concluimos que aunque no tenemos control sobre lo que pasa en el mundo, sí tenemos pleno control sobre lo que sucede en nuestros hogares, lo que aprenden nuestros hijos y el ejemplo que les damos todos los días. Ahí está la clave de un mañana más moral.

 

 

Escrito por: Pablo Moysam D.
Twitter: @pmoysam
Spotify: Medio a Medias.

 

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